En algún momento de la crisis griega empezó a circular una anécdota que contaba que Papandreu no podía ir a comer con su mujer a los restaurantes porque el resto de comensales le insultaban. Los medios de comunicación se hicieron eco de esta historia hablando de la “degradación” de la vida política en Grecia. Sin embargo, en las redes sociales, por mail, en conversaciones, la anécdota circulaba como un mito de los de abajo, como un deseo concretado, un asco compartido. Entonces (y ahora) los medios no lo sabían, pero ya eramos griegos aquí en España.
En las redes sociales, por mail, en conversaciones, la anécdota circulaba como un mito de los de abajo, como un deseo concretado, un asco compartido
El sábado por la noche leí un tuit de un guionista español que había ido al cine y al principio de la película habían puesto el nuevo anuncio de Bankia. La gente de la sala había aplaudido con hilaridad, gritado y/o abucheado el anuncio. Gente anónima, que no se conoce, que en la oscuridad de una sala siente la legitimidad de criticar a voces una entidad bancaria. La clave es el momento en el que pasa de ser un sentimiento individual para convertirse en uno colectivo con tanto sentido como para que, en la oscuridad de un cine, sin saber quién tienes al lado, te permitas gritarlo porque sabes que es de sentido común.
La pregunta es, ¿cómo se ha construido esa legitimidad? ¿Son sólo las prácticas de Bankia, su robo y su expolio a nuestras vidas lo que hace que la gente grite contra ella? La respuesta es no. La legitimidad y el sentido común se construyen abriendo un espacio público de conversación y de sentido donde antes no lo había. Desplazando un límite.
El pasado miércoles participé en el escrache al domicilio de Alberto Ruiz Gallardón en Madrid y lo que más me impresionó, además del escrupuloso cuidado en el desarrollo pacífico del mismo, fueron dos cosas:
1.- Que la gente de los parques que nos veía pasar y le explicábamos dónde íbamos se nos unía (recuerdo especialmente a una pareja con dos críos pequeños que se animaron en seguida).
2.- Que los vecinos y vecinas de la zona nos indicaron cuál era la casa. Con una media sonrisa nos decían “Allí, allí, está en esa calle”, “No, aquí no es, por aquí pasa, pero vive más arriba”.
A esa altura, a la del suelo, la legitimidad del escrache es absoluta.
Digámoslo claro. Los escraches se sostienen no solo por la indiferencia absolutamente criminal del Gobierno ante el problema de la vivienda, sino por miles de desahucios parados, movilizaciones intensísimas, ocupaciones de viviendas, ocupaciones de oficinas bancarias, negociación, diálogo y apertura. Hay escraches y tienen legitimidad porque hay un movimiento que les da sentido. Los relatos paranóicos en torno a acciones descontroladas son intencionados y ridículos.
Nada hay más organizado que un escrache. Nadie es más consciente de los límites que no se traspasan que las personas que participan, precisamente porque han adquirido un consenso de los que sí se van a traspasar. El límite que se traspasa es que “lo público y lo privado” no son esferas separadas, sino relacionadas. Por eso se va a la puerta de la casa. Por eso no se pasa de la puerta. Todos esos detalles simbólicos constituyen la legitimidad y la ética de una práctica. Compararla con cualquier desahucio revela lo evidente: en un desahucio el límite público-privado es precisamente lo que se violenta hasta el final y por la vía de la fuerza.
Los escraches son también la expresión de un afecto, de un grupo que se cuida y se acompaña
Pero hay algo mucho, muchísimo más importante en un escrache. Algo que ningún político ve porque solo son capaces de mirarse a sí mismos: Un escrache es una acción en el que las personas afectadas se organizan, se visibilizan y se sienten arropadas y acompañadas por otras personas. Los escraches son también la expresión de un afecto, de un grupo que se cuida y se acompaña. Son un mecanismo contra la individualidad. Es decir, son un mecanismo contra la desesperación. Son nuestro ir a Papandreu y echarle del restaurante. Pero además lo es sostenido por un espacio político organizado. No son un grito, una persecución o una torta en medio de la calle fruto de la rabia. Al contrario, gobiernan la rabia y la convierten en potencia. Son una expresión (una más) de que el poder de los de abajo se construye en común y que los de arriba son un desgraciado accidente en el camino de ese poder, de esa fuerza colectiva. Los escraches son la catarsis de una angustia en el mejor sentido. Son mecanismos para que las personas desahuciadas no sean víctimas, sino sujetos.
Es decir, son democracia.