Por Fernando de la Riva en Apuntes para la Participasión
Se veía venir. Entre otras muchas voces, yo mismo había avisado, hace ya bastante tiempo, del riesgo de que se pinchara la “burbuja asociativa”, y más recientemente también alertaba sobre “el (duro) presente y el futuro (incierto) de las organizaciones solidarias“. El caso es que, como nos temíamos, estamos asistiendo al “colapso del tejido asociativo solidario” en nuestro país.
Efectivamente, las pequeñas y medianas asociaciones y organizaciones de acción social están desapareciendo por centenares, por miles, en todas las comunidades y regiones del Estado Español, en todos sus pueblos y ciudades, incapaces de resistir los embates de la presente crisis económica y de valores.
Los recortes presupuestarios en todas las políticas sociales, la desaparición o minimización de los convenios, conciertos y convocatorias de subvenciones dirigidos a las entidades no lucrativas de acción social, sumados a la crisis financiera de las administraciones públicas, con los consiguientes impagos o abultados retrasos en el pago de las deudas pendientes, han sido fatales para un tejido solidario dependiente -casi por completo- de los recursos públicos.
Seguramente, una gran parte de esas organizaciones solidarias tenían ya, antes de que estallara la crisis, problemas y goteras, debilidades importantes que pedían a gritos un cambio radical en sus formas de actuación, en sus mecanismos de organización y participación, en sus fórmulas de financiación, en sus modelos de relación con la comunidad social y con los poderes públicos… Seguramente, como ocurrió con otros muchos sectores sociales también necesitados de cambios profundos, las organizaciones solidarias preferimos mantenernos inmóviles en nuestras particulares “zonas de confort”, aplazando las transformaciones necesarias.
Así pues, no podemos culpar por completo a la crisis, hemos de asumir nuestra propia responsabilidad en el colapso, pero ello no resta un ápice de dramatismo al desastre.
Porque la desaparición de miles de pequeñas y pequeñas organizaciones sociales constituye un desastre social y comunitario de grandes proporciones, por más que sea prácticamente invisible, que no se hable de él en los medios de comunicación, que esté produciéndose -casi- de manera silenciosa.
Esa multitud de pequeñas organizaciones sostenían miles y miles de actividades y proyectos dirigidos a apoyar o acompañar a las personas y grupos sociales más vulnerables de nuestra sociedad: las personas ancianas, las mujeres maltratadas, las personas con discapacidades o enfermedades raras, las toxicómanas, las afectadas por VIH-Sida, las personas sin hogar, las inmigrantes, niños y jóvenes en riesgo de exclusión, personas analfabetas, etc., etc., etc.
Pero, además, se ocupaban de denunciar injusticias, desigualdades, vulneraciones de derechos, abusos de poder, delitos medioambientales… y de promover valores como la justicia, la libertad de conciencia, la no violencia, la igualdad de género, el respeto a los animales y a la naturaleza, la solidaridad, la cooperación, el apoyo mutuo… Esas organizaciones solidarias eran una reserva de valores humanos en un mundo más y más “desvalorizado”.
Y, con todas sus luces y sombras, con sus evidentes contradicciones, las organizaciones solidarias generaban y constituían un tupido entramado de relaciones, un tejido social fundamental para articular la comunidad, para garantizar la cohesión, para sostener la arquitectura convivencial de nuestros pueblos y ciudades. Eran parte fundamental del imprescindible capital social de nuestras comunidades.
La pérdida de esos miles de pequeñas organizaciones constituye, en consecuencia, un tremendo desastre social, tanto mayor cuanto que nuestra sociedad viene saliendo -no nos atrevemos a asegurar que ya lo haya concluido- de un largo tiempo de silencio, del largo invierno de cuarenta años de franquismo, de la represión de todo lo que pudiera oler a pensamiento crítico, a iniciativa social, a democracia y participación.
Así como la debilidad de un inacabado Estado de Bienestar parece estar facilitando su desmontaje por el neoliberalismo, la fragilidad de nuestra democracia, la ausencia de valores, habilidades y hábitos participativos, facilita igualmente la callada desaparición del tejido asociativo sin que parezca importar demasiado.
La debilidad y la atomización de las propias organizaciones, la dependencia y el clientelismo, han contribuido a mantener el silencio de las entidades, que solo en contadas ocasiones, cuando la crisis ya estaba avanzada y el daño -en buena parte- hecho, siempre de forma excesivamente respetuosa hacia los poderes públicos, cuando no temerosa de su reacción y sus represalias, se han atrevido a salir a la calle, a levantar la voz, a protestar y denunciar el olvido de las administraciones.
Pero si la respuesta de las organizaciones ha sido inexistente o tímida, la actitud de los poderes públicos, de los partidos políticos, de los gobiernos locales, regionales y nacionales, ha sido vergonzosa. No han tenido el menor escrúpulo en meter la tijera a los presupuestos sociales, en cerrar el grifo de los recursos a las mismas entidades a las que alentaron y de las que se valieron para poner en pie -a precio de mano de obra barata- los servicios, programas y proyectos sociales dirigidos a las personas y grupos vulnerables que eran de su propia responsabilidad política y competencia administrativa. Así, junto al colapso de las entidades se ha producido el abandono de esas personas y grupos que, de esa manera, han sido doblemente golpeadas por la crisis.
Y tampoco hemos escuchado voces políticas lamentando la pérdida de ese tejido asociativo articulador de la comunidad. Probablemente, para muchos (y muchas) de nuestros gobernantes ha sido más bien un alivio ver como se debilitaba o desaparecía la iniciativa social organizada cuya contestación o crítica siempre han temido. No tuvieron recato en ponerse la medalla o sacarse la foto cuando había que inaugurar programas o eventos, pero callan culpables cuando se cierran.
El colapso de las organizaciones solidarias significa que la democracia en nuestro país es hoy más débil, más frágil, menos democrática y participativa.
Claro que, para quienes puedan estar frotándose las manos por esta pérdida de protagonismo ciudadano, conviene advertir que ya están naciendo nuevos movimientos y nuevas formas organizativas.
Como no podía ser de otra manera, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, las iniciativas ciudadanas se transforman, mutan, se reinventan para adecuarse a un nuevo tiempo. Y son miles los nuevos grupos ciudadanos, las nuevas organizaciones,que están naciendo y cristalizando, más independientes, más sabias, más críticas, más capaces de transformar la realidad, de cambiar el mundo.