¿Asociacioqué? Naufragio y Mutación

Por Luis Aranguren Gonzalo
La persona no es, sino que se hace. Y son los demás los que construyen y dan forma, en buena parte, a ese yo desolado que comienza su vida a tientas. Si la persona es un ser social es que hace del vínculo con otros un elemento determinante en orden a su propia edificación personal. El vínculo es un núcleo generador de nuevas posibilidades a partir del cual cada ser humano es reconocido y proyectado; es amado y puesto en el mundo. El vínculo social organizado ha ido transformándose a lo largo del tiempo. Durante algunas décadas hemos hablado del asociacionismo como una especie de cajón de sastre donde entran toda clase de colectivos a los cuales las personas pertenecemos en nuestra condición de ciudadanos.


Pues bien, en este tiempo de metamorfosis global entiendo que el vínculo permanece como elemento que estructura al ser humano y el asociacionismo tradicional se encuentra a la baja, como elemento coyuntural-histórico que acompaña al vínculo social. El asociacionismo comprende a cualquier iniciativa de las personas que comparten un objetivo, una estrategia y un recorrido en común; la pluralidad de asociaciones es inmensa: desde los clubs gastronómicos del País Vasco hasta las cofradías andaluzas, pasando por toda suerte de agrupaciones culturales, deportivas y sociales. Por eso es muy difícil delimitar y cuantificar su alcance real. Contamos con informes que hablan de 29.000 asociaciones en España y otros que cuentan hasta 200.000. En todo caso, el análisis del que aquí hablamos se refiere al mundo de las asociaciones con vocación de presencia pública, es decir a iniciativas de participación social, que como tal, se configura como “una actividad práctica y reflexiva de afrontamiento y transformación de la realidad social, desarrollada mediante procesos organizados en el espacio público, que vincula diversos sujetos en orden a la construcción de una ciudadanía activa, una sociedad justa y un planea habitable”[1].
Hagamos una breve incursión histórica sobre el asociacionismo durante las últimas décadas.
1.-Breve descripción histórica del asociacionismo en España
Desde la observación y la propia experiencia creo podemos destacar varias etapas que han configurado el mapa del asociacionismo en España. Aporto un esquema en tabla para visualizar de un golpe de vista el proceso. De ningún modo puede leerse como un estudio riguroso y sociológico, además de que no puedo extenderme en las necesarias explicaciones que este esquema plantea. Es un esquema parcial y que no abarca toda la realidad del asociacionismo; hay que tomarlo como un apunte. Por otra parte, no entramos en la inmensa porción de ciudadanos que no sale de su casa, ni se asocia, y se vincula -si acaso-  solo con los suyos.
Dibujo 1
La democracia, como horizonte, constituye el anhelo de buena parte del asociacionismo que configura la transición política en España. El paso de la clandestinidad a la legalización, tanto en partidos como en sindicatos, concentra las idas y venidas de este tipo de participación que incluso recurría a movimientos de Iglesia y a comunidades parroquiales como las asociaciones oficiales a las que se pertenecía a la espera de tiempos mejores. Los años 80 llevan al poder a la izquierda a los ayuntamientos antes que a la Moncloa, y eso favorece el proceso de cambio de buena parte de los barrios más deteriorados de las grandes urbes, de la mano de las asociaciones de vecinos que en buena parte eran prolongación o antesala de aquellos partidos en el poder; en paralelo nace la cultura de la queja y la reivindicación no ya de la justicia social sino de una  mayor calidad de vida; aparece el ciudadano consumidor en la nueva cultura de la satisfacción.
Los años 90 se enmarcan en la explosión de la solidaridad como fenómeno mediático a partir de las grandes catástrofes ¿naturales? como el huracán Mitch en Centroamérica. El voluntariado surge con fuerza como nueva forma de asociacionismo y de participación en la vida social a través de las ONG.  Partidos políticos, sindicatos y congregaciones religiosas montan cada cual su ONG para, entre otras cosas, captar a sus voluntarios que han de ser los futuribles militantes, convertidos y pilares de organizaciones que empiezan a notar su falta de base social. Pero la jugada no sale; no puede salir. Las viejas instituciones políticas, sindicales y eclesiales carecen de energía y de ofertas viables para ofrecer vínculos y pertenencias que satisfagan a las gentes que se aproximan a un nuevo milenio.
La primera década del siglo XXI nace con la ilusión por otro mundo posible y en la era de la globalización los movimientos altermundistas, con esa nueva mirada glocal, se hacen un hueco en la esfera pública. Es el comienzo de la era internet que asocia y vincula por skypeallende fronteras. El voluntariado sigue empujando pero cada vez más en la dirección de prestación de servicios. Las ONG se despolitizan y se convierten en expertas en gestión de lo social, mientras que en paralelo van surgiendo decenas de pequeños grupos alternativos, domésticos, desde cooperativas de consumo responsable, cultivo de huertas ecológicas u okupas con actividades culturales; la desinstitucionalización del asociacionismo va de la mano de la búsqueda de nuevos modos de vida. Las políticas de la vida y de realización de la propia existencia personal se hermanan con las políticas emancipatorias y de transformación de la sociedad.
En la década que estamos viviendo actualmente renace la indignación, que era un músculo moral ya casi oxidado por falta de uso. Y despertamos viendo cómo nos habían sustraído derechos y libertades.  Asambleas de barrio que recuerdan a las otrora reuniones de asociaciones de vecinos conviven con las redes sociales como rebelión individual y colectiva ante la precarización de nuestra sociedad; son motores de nuevas formas de vinculación asociativa. Una vinculación que, paradójicamente y como en los años de la transición política, busca la democracia, pero no ya la de hace 35 años, porque aquella, tan lejos y tan cerca, ya quedó obsoleta. La actual democracia, secuestrada por el poder financiero, precisa no de un lavado de cara sino de una reconstrucción a fondo. Y para eso se vinculan no pocos ciudadanos en la actualidad.
2.- Factores de una mutación
No solo hay un proceso evolutivo en las claves que acompañan al asociacionismo en España. Hay una mutación antropológica y sociológica de primera magnitud. Señalo tan solo algunos de los factores más relevantes que inciden en este cambio estructural.
  • Las mediaciones culturales del siglo XX se han agotado. El asociacionismo  estable, que construye compromisos a largo plazo y se rige por una pertenencia sólida  militante, carece de seguidores. Ya el voluntariado de comienzos de siglo apuntaba a la polipertenencia de una persona a organizaciones identitarias distintas y hasta divergentes. Algo nos decía que no son los documentos de identidad los que convocan sino sentirse como en casa, arraigado, relacionado y sostenido. Y las viejas organizaciones ya no gozan de la credibilidad y el sentido de otros momentos. Las agrupaciones comunitarias, preferentemente religiosas, de vida y acción en común han perdido su sitio y no atraen; al mismo tiempo, los nuevos voluntariados encuentran en la reflexión sobre su hacer un depósito de sentido que precisan compartir en espacios aún no diseñados en el marco de organizaciones hechas solo para la acción, incluidas las religiosas. Son solo dos ejemplos; caminamos entre paradojas.
  • La composición de las sociedades ha variado considerablemente en estas últimas décadas. El mapa demográfico y social ha cambiado; nuestros barrios son polifónicos a todos los niveles y las bases sociales que sostenían las organizaciones tradicionales se han ido evaporando, automarginando o recluyendo en el sillón de sus casas. Ha habido una burbuja asociativa, que como toda burbuja, esconde grandes mentiras. La burbuja de las ONG de los años 90, a golpe de subvención económica, ha hecho crecer un asociacionismo de servicios que ha ocupado un espacio propio en las políticas sociales diseñadas por el poder político de turno. Y mientras crecía el número de organizaciones se extraviaba por el camino una base social que no se correspondía con ese aumento. Florecen organizaciones pero no hay un sustento fiable en su base social. Tan solo se sostienen organizaciones con solera como Cáritas, Manos Unidas o Unicef gracias a su amplia base de colaboradores y socios que aportan sus cuotas. Pero ojo, hablamos de desarrollo sostenible de las organizaciones y solo nos fijamos si cuadran las cuentas. Y la sostenibilidad principal no es la económica sino la que hace referencia a una base social significativa.
  • Asistimos a un formidable proceso de individualización a todos los niveles.  Ramoneda habla del ciudadano nif (competidor, contribuyente, consumidor). Un tipo de individuo que ya a finales del siglo pasado comenzaba asociarse para defenderse de los enfermos de sida que Cáritas había metido en un piso de su edificio o para protestar por abrir una vivienda para inmigrantes o para personas sin hogar. Los excluidos molestan y no hay como asociarse para defenderse de ellos. La cultura de la satisfacción va asociada al flotador de la supervivencia, que es el nuevo nombre de cierto tipo de participación social de nuestros días. Incluso hay una ONG que, ¡todo por España!, atiende preferentemente a desamparados nacionales; los otros siempre serán de segunda categoría en medio del desamparo generalizado. En el fondo falta fondo, y el individualismo, aunque se disfrace con el más fiero de los gritos de defensa identitaria del tipo que sea, yace en un océano líquido, como la cultura en la que vivimos y el suelo que pisamos.
  • La vivencia del tiempo también afecta al tipo de vínculo que creamos. La cultura actual crea proyectos sin futuro. A diferencia de los avances científico-técnicos, en el resto de dimensiones culturales donde se mecen las mediaciones asociativas, vivimos en la escasez innovadora. El tiempo se rige por la ley del presente siempre continuo, sin memoria, sin futuro. “La era está pariendo un corazón”, canta Silvio Rodríguez, pero hay que ver lo que cuesta dar tiempo al tiempo para ir creando realidades nuevas que den respuesta a las necesidades de nuestro tiempo. Las nuevas tecnologías nos han aprisionado en la aceleración histórica que, paradójicamente, no nos permite a veces ni pensar, ni comunicarnos ni vincularnos. En el turbocapitalismo no hay posibilidad de arraigo, solo de pasar corriendo. La participación social se convierte en un ir y venir efímero. Las personas, como los mercados, se invisibilizan o acaso se transforman en pulsaciones de “me gusta” o “soy seguidor de” para mayor gloria de la perversión de las redes sociales. Insisto en lo de perversión, la cara criticable de una realidad que igualmente ha revolucionado para bien los modos de asociarnos en la era digital, y que como tal se acometen en otros estudios de este número.
3.- Nuevas formas de asociacionismo
España forma parte de los países sub-emergentes o en vías de subdesarrollo. Este es nuestro drama. La crisis como forma de gobierno, o la crisis como golpe de estado que ha encumbrado al poder financiero como único poder político, ha revelado nuevos modos de participación social y de asociacionismo, teniendo en cuenta las claves culturales ya citadas, pero agregadas a un contexto económico excluyente y un paisaje político decadente.
Si nos asomamos a la realidad de este último año, nos encontramos con un asociacionismo de precarios. Los nuevos pobres van a los comedores sociales y los nuevos precarios se asocian y defienden los derechos que se les ha arrebatado a golpe de decretazo, cada viernes tras el consejo de ministros semanal. En pleno proceso de descomposición del estado y cuando los bancos y mercaderes gobiernan al dictado de “no se puede hacer de otra manera”, la precariedad en su máxima expresión conduce a otro tipo de asociacionismo que tiene en el colectivo de desahuciados (cerca de 400.000 en cuatro años) un exponente dramático.
Figuras de otras épocas, como sindicatos o colegios profesionales, agrupan y movilizan de nuevo a profesionales de la salud, profesores, funcionarios y estudiantes. La marea blanca junto con la marea verde y otras tantas mareas conforman una marea democrática que alza su voz, que presenta su queja, en unión con otras tantas plataformas, redes y agrupaciones de afectados, no como solidaridad cerrada (defensa de lo propio) sino como grito de que lo que es de todos -el estado del bienestar- nos lo han robado. Cierto que no volveremos a ese estado de cosas, pero no menos cierto que la defensa de los derechos de todos se impone en este desorden tan cruelmente establecido. Cierto que la marea no provoca tsunami, pero está presente. Al menos la marea desatasca un problema conceptual: no hablemos sobre qué es o no es la justicia; nos sentimos indignados y concernidos ante la experiencia de la injusticia y por eso nos vinculamos y movilizamos.
Al tiempo, no podemos olvidar que los poderes mediáticos y políticos no cesan de criminalizar a los nuevos sujetos asociativos. Los profesores, médicos y funcionarios son unos vagos; los desahuciados, aprovechados que no quieren pagar, los que se manifiestan, unos vandálicos. Caminamos hacia un régimen marcado por la lógica del terror para los que se asocian y buscan otro orden de cosas. Para orden, el que se ha impuesto por la fuerza de las armas de destrucción masiva: la mentira como forma de alimentar a la ciudadanía, el miedo como ideología que domestica e imposibilita el pensamiento propio y la capacidad crítica; el populismo como urdimbre de un nuevo totalitarismo al compás de la consigna “no hay alternativa”; la carga policial como forma de coaccionar a la gente corriente; el economicismo, en fin, como la única manera de hacer política.
Sin duda, el nuevo asociacionismo, en un contexto como el actual, adopta de un modo mayoritario la expresión de movilización, de protesta callejera, de ocupación de los espacios públicos. Este tipo de vínculo que se teje en la calle, se aleja de las dinámicas de pertenencia tradicional bajo la forma de inscripción, pertenencia formal y asistencia a reuniones en un local, y se deslocaliza en cada protesta en la calle y en la red virtual; se constituye como unnosotros inclusivo donde los afectados son muchos, no son los míos. La calle aparece como nuevo espacio moral en defensa de demandas justas. El nuevo vínculo que nos une hace posible un escenario en el que todos nos podamos mirar a la cara y decirnos: “esto es cosa de todos”, porque de todos depende que seamos reconocidos en nuestra dignidad pisoteada. El nuevo asociacionismo sin nombre sabe del reconocimiento mutuo en la herida abierta, y anhela la reconstrucción de una casa que nos han echado abajo y que necesita del concurso de todos para edificarla con nuevos mimbres y hacer que sea una casa habitable. Por eso este asociacionismo es vocacionalmente político y abre surco incidiendo en las políticas públicas.
Ahora bien, la tarea es tan difícil de abordar que requiere personas sólidas en tiempos líquidos, como reza el título de un libro de nuestros días. El vínculo social precisa  algo más que el conectamos o el link de la red. El asociacionismo que pasa hoy necesariamente por la movilización como forma de acción, requiere de la necesaria mística que bebe del acontecimiento y del pensamiento que se teje en la historia, en la lectura, el estudio, el debate y la creación de opinión crítica. Un asociacionismo de dependientes que preguntan lo que hay que hacer es el peor de los remedios. Un asociacionismo de personas autónomas e interdependientes que saben dónde van, con ellas se puede ir. Esas son las que reclama nuestro tiempo con urgencia.
Luis Aranguren Gonzalo es miembro del Instituto Emmanuel Mounier España
El presente artículo fue publicado originalmente en el número 105 de la Revista Acontecimiento del Instituto Emmanuel Mounier, de enero de 2013. 

[1] ARANGUREN GONZALO, L.A., La nueva órbita de la participación social, Plataforma 2015 y más, Madrid, 2011.

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