Gustavo Duch | Diari ARA
Me sorprendió la afirmación de Guillermo de la Universitat Politècnica de Valencia adelantando resultados de una investigación, «las personas que desde sus convicciones políticas, éticas y ecologistas adquieren sus alimentos en cooperativas de consumo, gastan menos dinero en el capítulo alimentario que otras familias». El sustancioso comentario de Guillermo requería madurarlo a fuego lento, porque aunque no es en la comida donde hoy la mayoría de familias gasta más dinero (la canasta de alimentos supone un 20% de los gastos totales como media), éste sigue siendo uno de los capítulos donde ponemos más atención al desenfundar la cartera o el monedero.
La primera de las razones de dicha afirmación radica en el lugar donde decides comprar, y alejarse de las grandes superficies parece ser que es ahorrador. Su publicidad nos atrae con los llamados ‘productos tractor’, aquellos que suelen sondearse para decidirse por un establecimiento u otro antes de salir a la compra. Pero los precios ventajosos que marca la leche o el aceite (de tan bajos que son, quienes lo producen, no cobran ni para cubrir sus costes) no siempre se replican en otros alimentos. Los supermercados juegan con su poder de atracción y con nuestra voracidad compulsiva, dos ingredientes que nos confunden, y acabamos adquiriendo cosas innecesarias iluminadas en sus mejores estanterías -y no siempre comestibles. De la misma manera que caemos de cuatro patas frente a ofertas innecesarias, sucumbimos a otras que nos hacen comprar más de la cuenta: ofertas 2 x 3, un 25% extra o tamaño maxi. Al final, admitámoslo, una parte importante de lo pagado acaba en la basura. Arrojamos comida y ahorros.
Por el contrario, los puestos del mercado municipal o las pequeñas tiendas del barrio, pueden ofrecernos tanta o más variedad que la jaleada por las grandes superficies. Entre todas ellas no es complicado encontrar lo que se necesita, al precio que se busca, pero sobretodo ―lo confirman los responsables de Mercados Municipales de Barcelona― «es ahí donde se hace posible comprar justo lo que se necesita. Desde dos o tres huevos, si es el caso, a los gramos precisos de garbanzos recién cocidos».
La segunda razón tiene que ver con lo que se compra, y los criterios ecológicos bien entendidos –aunque se suele afirmar lo contrario- son aliados para abaratar el importe total del ticket. Las cooperativas de consumo, las cestas semanales, la compra directa o los mercados campesinos, nos devuelven a la alimentación de temporada de cada uno de nuestros territorios. Cuando llega el momento de los pimientos o de las coles, comeremos pimientos o coles que, sin kilómetros ni excesivos intermediarios, presentan en ese momento precios muy razonables. Y si en ocasiones encontramos que los productos de estas cestas responsables resultan más caras que productos similares de la agroindustria convencional, los primeros, libres de pesticidas, son mejores para nuestro organismo, que nos lo agradece. Más sanos y fuertes, se reduce el gasto sanitario. La administración -es decir los bolsillos de todas y todos- bien que conoce los costes derivados de enfermedades relacionadas con una mala alimentación.
Por último, la tercera de las razones del ahorro es una de las más habituales e importantes recomendaciones de la alimentación ecológica, reducir el excesivo consumo de carne de nuestras dietas. Son muchas e inaceptables las repercusiones generadas para ofrecer proteína animal muy barata a una pequeña parte de la población mundial. La ganadería industrial utiliza la mitad de las cosechas del mundo para el engorde de sus animales; es responsable de la deforestación de millones de hectáreas de selvas y bosques; exige un elevado consumo de agua que condiciona sus reservas futuras y, lo más dramático, priva a millones de personas de países del Sur de sus formas de vida y de una suficiente nutrición. Con menos carne en la dieta (y cuando se compre que sea ecológica, sana, de animales ni enjaulados ni enfermados, de pequeñas y pequeños productores locales) estas familias solidarias han encontrado, de rebote, otra forma de no disparar el gasto alimentario.
Lo hemos dicho en muchas ocasiones, los valores que no tienen precio, como la justicia social o el cuidado del medio ambiente, son argumentos fundamentales que deben llevarnos a revisar nuestra particular alimentación. Y aunque en algunos casos cabe hacer un esfuerzo para disponer de productos locales y ecológicos a precios más asequibles, ahora podemos decir también que el precio que pagamos por esta alimentación responsable no debería de ser un limitante.
Curioso, pero con menos gasto mejores resultados para nuestros hogares y para la salud del Planeta. Que no tiene precio.