Iremos
más allá de la ley» en el combate contra la disidencia. Son palabras de
Felip Puig, conseller de Interior de la Generalitat, el 2 de mayo de
2011. A micrófono abierto, el máximo responsable de velar por la ley
anunciaba que la vulneraría. Un año después, Puig ha subido el listón,
exigiendo la equiparación del vandalismo con delitos de «terrorismo». En
un mañido recurso a la comparación con la «kale borroka», el acelerador
represivo sorprende. Porque esa equiparación está vigente desde el año
2000, cuando se incorporó al Código Penal el artículo 577. Un auténtico
cajón de sastre, de múltiples supuestos y expansión metastática, que
convierte en «terrorismo», como Midas, todo lo que toca.
Primer tanto. Cortina de humo, propaganda de obsesión securitaria y creación de un nuevo enemigo interior rebautizado con un genérico «antisistema».
Segundo: Se vienen los chuzos de punta. Ante un nuevo ciclo de movilizaciones tensionado por dos realidades alarmantes: militarización del orden público y el control social (más dotaciones, más tecnología, más bases de datos de grupos de riesgo) y más brutalidad e impunidad policial. Alentada por la banalización del dolor ajeno: «Se ha acabado la excusa del yo pasaba por allí», ha dictaminado Puig.
Dos bazos extirpados, dos ojos perdidos por impacto de pelota de goma, 20 fracturas y decenas de heridos el jueves pasado dan fe de ello. Golpes y botes de humo -por primera vez en 20 años- lanzados indiscriminadamente. Sobretodo, contra la manifestación convocada por el 15M, en una movilización pacífica que reunió a 20.000 personas y que nunca pudo arrancar por un dispositivo policial que, deliberadamente o no, la bloqueó.
Toda una coctelera con los elementos propios de una guerra de baja intensidad, que anuncia lógicas bushianas y perversiones preventivas. Túnel del tiempo en escala de grises, el auto que ordena la prisión de tres jóvenes encarcelados -detenidos por la mañana, antes de los incidentes- justifica la medida aduciendo la cercanía del primero de mayo, la cumbre del Banco Central Europeo en Barcelona del 3 de mayo o... o el derbi Barça-Espanyol. ¿Profilaxis franquista de rango inquisitorial? ¿Higienismo decimonónico persecutorio? ¿Limpieza preventiva para evitar protestas?
Para el abogado Jaume Asens, miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados, «el endurecimiento responde a una lógica de estado de excepción». En términos similares se expresa Vicent Partal, director de Vilaweb, denunciando que la artillería pesada utilizada en Euskal Herria en los últimos años vira peligrosamente hacia Catalunya. Pura exportación de know-how represivo, dicotomía demócratas-violentos y primeras muescas represivas: web para la colaboración ciudadana anónima, restricción del derecho de reunion, órdenes de alejamiento y monitorización policial de las redes sociales.
Criminalizar la desobediencia. La ofensiva, empero, es de amplio espectro y largo abasto. Incapaces de descodificar las raíces de las violencias -mucho más próximas a la revuelta urbana que a estrategias políticas vertebradas- las ráfagas se disparan ya contra la disidencia organizada, tildada de «cómplice». Movimientos sociales autónomos, izquierda independentista, colectivos de estudiantes o sindicatos combati- vos, en en el ojo del huracán. Sin prueba alguna, que es como funciona toda guerra preventiva de manual: por contaminación.
Puig tampoco se olvida de disparar al pájaro de twitter: «Quien hace fotos y las cuelga también es cómplice», ha advertido el ventrílocuo de los mercados. Mientras Manel Prat, director de la Policía catalana, ha acusado a los medios alternativos catalanes de ser los «responsables intelectuales» de prácticamente todo. Antes del gatillo, siempre va el dedo que señala.
Cuestión de relato, Puig ha acabado incorporando a la envolvente «teoría del entorno» hasta el 15M y su desobediencia civil pacífica. Tal vez por ello -rizando el rizo, yendo a por todas y plumero a la vista- la reforma en curso incorpora también la criminalización de la protesta pacífica. A palos hasta con la zanahoria, la resistencia pasiva consciente verá también endurecido el castigo hasta con tres años de cárcel. Mensaje demodrástico: ni por las buenas ni por las malas. Silencio decretado, obediencia debida y que nada ni nadie se mueva.
Retorno al pasado. Crónica de una desigual guerra anunciada, de golpe y porrazo vuelven a concurrir contra unos movimientos sociales movilizados contra la crisis las tres doctrinas penales más regresivas del siglo XXI. El derecho penal del enemigo (juzgar por lo que eres, no por lo que haces), la doctrina de seguridad nacional («el enemigo está dentro») y la tolerancia cero. En un retorno intravenoso al Ministerio de lo Anterior, porque ese misma lógica excepcional durante el ciclo aznarista (1996-2004) ya dejó en Catalunya un saldo de más de 2.000 detenciones, 40 encarcelamientos, un suicidio, procesos en la Audiencia Nacional española y 8 infiltrados de las fuerzas de seguridad descubiertos.
La crisis revienta libertades y cercena derechos -civiles y políticos también-. Y Catalunya, termodinámica de la desigualdad en tiempos de fraudes al por mayor, va camino de convertirse en un laboratorio represivo. «O generamos pánico o no los sacamos», transmitían las comunicaciones policiales el 27 de mayo para desalojar plaza Catalunya. «Que le tengan miedo al sistema», anunciaba el martes un Puig desbocado en TV3. «Si explico el programa, pierdo las elecciones», se sinceró Duran Lleida antes del 20N. Cultura del pánico, mercadotecnia del terror y doctrina del shock a partes iguales, la deriva ha empezado. Se sabe dónde y cuándo, pero no cómo acabara. Aunque acabe mal, porque bien no puede acabar. Abismo y pozo sin fondo, la síntesis golpea: donde no hay derecho(s), hay derechas.
Recitaba Benedetti que donde dan palos de ciego la respuesta más eficaz es dar siempre palos de vidente. Y, realidad dual y verbigracia represiva, el anuncio de un órdago policial más que inquietante ha llegado el mismo que día que Rajoy anunciaba la amnistía. Fiscal, por supuesto. Impunidad cúbica para los de arriba, cuando Catalunya no es todavía Islandia. Allí donde no arden contenedores. Simplemente se limitan a encarcelar banqueros.