Las dos grandes visiones sobre distopías
futuras han sido “1984”, de George Orwell, y “Un mundo feliz”, de
Aldous Huxley. El debate existente entre quienes observaban nuestro
deslizamiento hacia el totalitarismo de las corporaciones giraba en
torno a quién de los dos escritores tenía razón. ¿Viviríamos dominados,
como escribió Orwell, por una vigilancia represiva y un estado de
seguridad que utilizaría formas de control brutales y violentas? ¿O,
como Huxley imaginó, nos sentiríamos fascinados por el entretenimiento y
el espectáculo, cautivos de la tecnología y seducidos por un derroche
consumista que envolvería nuestra propia opresión? Pues ha resultado que
ambos, Orwell y Huxley, tenían razón. Huxley fue capaz de imaginar la
primera fase de nuestra esclavitud. Orwell la segunda.
Chris Hedges | TruthDig - Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Como Huxley
predijo, el estado de las corporaciones nos ha ido despojando
gradualmente, seduciéndonos y manipulándonos con gratificaciones
sensuales, artículos baratos producidos en masa, crédito sin límites,
teatro político y diversión. Mientras nos iban entreteniendo y
envolviendo, fueron desmantelando todo el conjunto de regulaciones que
en otro tiempo mantuvieron a raya al depredador estado corporativo,
volviendo a reescribir las leyes que nos protegían hasta abocarnos a la
pobreza. En estos momentos, el crédito se ha secado ya, los puestos de
trabajo medianamente decentes para la clase trabajadora han desaparecido
para siempre y los artículos producidos en masa resultan ahora
inasequibles, por todo lo cual nos vemos transportados desde “Un mundo
feliz” a “1984”. El estado, asfixiado por déficits masivos, guerras sin
fin y fechorías corporativas, se desliza hacia la bancarrota. Ha llegado
la hora de que el Gran Hermano se apodere del sensorama, de la
orgia-porfía y de la bomba centrífuga de Huxley. Estamos pasando de una
sociedad donde se nos manipula hábilmente con mentiras e ilusiones a
otra donde estamos clara y totalmente controlados.
Orwell alertó
sobre un mundo donde los libros estarían prohibidos. Huxley advirtió de
un mundo donde nadie querría ya leer libros. Orwell alertó sobre un
estado de guerra y miedo permanentes. Huxley advirtió de una cultura
habitada por un placer vacío de sentido. Orwell avisó acerca de un
estado donde todas las conversaciones y pensamientos estaban vigilados y
la disidencia brutalmente reprimida. Huxley alertó sobre un estado
donde su población sólo se preocupaba por las trivialidades y el
cotilleo, sin que le importaran ya ni la verdad ni la información
fidedigna. Orwell nos veía asustados y sometidos. Huxley nos veía
seducidos y sometidos. Pero estamos descubriendo que Huxley no era más
que el preludio de Orwell. Huxley entendía que en ese proceso éramos
nosotros los cómplices de nuestra propia esclavitud. Orwell lo
interpretaba como esclavitud. Ahora que el Estado corporativo ha dado ya
el golpe maestro, nos encontramos desnudos e indefensos. Y estamos
empezando a entender, como Karl Marx supo, que el capitalismo sin
restricciones y sin reglamentar es una fuerza brutal y revolucionaria
que explota a los seres humanos y el medio ambiente hasta agotarlos o
destruirlos.
“El Partido busca el poder completamente en su propio
beneficio”, escribió Orwell en “1984”. “No estamos interesados por el
bien de los otros; únicamente nos interesa el poder. Ni la riqueza ni el
lujo ni una vida larga ni la felicidad: sólo el poder, el poder puro.
Lo que implica el poder puro lo comprenderán ahora. Nos diferenciamos de
las oligarquías del pasado en que sabemos lo que estamos haciendo.
Todos los demás, incluso los que se nos parecieron, eran cobardes e
hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se nos parecían
mucho en sus métodos, pero nunca tuvieron valor para reconocer sus
propios motivos. Pretendieron, quizá hasta se lo creyeron, que habían
tomado el poder de mala gana, por tiempo limitado y que justo a la
vuelta de la esquina había un paraíso donde los seres humanos eran
libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma nunca el
poder con intención de renunciar al mismo. El poder no es un medio, es
un fin. Uno no establece una dictadura para salvaguardar una revolución;
uno hace una revolución para establecer una dictadura. El objeto de la
persecución es la persecución. El objeto de la tortura es la tortura. El
objeto del poder es el poder”.
El filosofo político Sheldon Wolin
utiliza el término “totalitarismo invertido” en su libro “Democracia
incorporada” para describir nuestro sistema político. Es un término que
daría sentido a Huxley. En el totalitarismo invertido, las sofisticadas
tecnologías del control corporativo, la intimidación y manipulación de
masas, que superan de lejos las utilizadas por los anteriores estados
totalitarios, se enmascaran eficazmente con el oropel, el ruido y la
abundancia de una sociedad de consumo. Se va renunciando gradualmente a
la participación política y a las libertades civiles. El estado
corporativo, escondido tras la pantalla de humo de la industria de las
relaciones publicas, del entretenimiento y el materialismo chabacano de
una sociedad de consumo, nos devora de dentro a afuera. No le debe
lealtad a nadie, ni a nosotros ni a la nación. Se da un festín con
nuestros cadáveres.
El estado corporativo no encuentra su
expresión en un líder demagogo o carismático. Se define por el anonimato
y la ausencia de rostro de la corporación. Las corporaciones, que
suelen alquilar a portavoces atractivos como Barack Obama, controlan los
usos de la ciencia, la tecnología, la educación y la comunicación de
masas. Controlan los mensajes en el cine y en la televisión. Y, al igual
que en “Un mundo feliz”, utilizan estas herramientas de comunicación
para reforzar la tiranía. Nuestro sistema de comunicación de masas, como
Wolin escribe, “obstaculiza, elimina cualquier elemento que pudiera
introducir cualificación, ambigüedad o dialogo, cualquier cosa que
pudiera debilitar o complicar la fuerza total de su creación, hasta su total impresión”.
El
resultado es un sistema monocromático de la información. Cortesanos de
famosos, haciéndose pasar por periodistas, expertos y especialistas,
identifican nuestros problemas y explican pacientemente los parámetros.
Se descarta como seres raros irrelevantes, extremistas y miembros de la
izquierda radical a todos aquellos que se posicionan fuera de los
parámetros impuestos. Se prohíbe a críticos sociales clarividentes,
desde Ralph Nader a Noam Chomsky. Las opiniones aceptables van de la A a
la B. La cultura, bajo tutela de esos cortesanos corporativos, se
convierte, como Huxley señaló, en un mundo de conformidad alegre, así
como en un inacabable y finalmente fatal optimismo. Nos compramos a
nosotros mismos comprando productos que prometen cambiar nuestras vidas,
haciéndonos más guapos, más seguros o exitosos mientras velozmente nos
despojan de nuestros derechos, dinero e influencia. Todos los mensajes
que recibimos a través de estos sistemas de comunicación, ya sea en las
noticias de la noche o en los programas de entrevistas como “Oprah”,
prometen un mañana más brillante y más feliz. Y esta es, como Wolin
señala, “la misma ideología que invita a los ejecutivos de las
corporaciones a exagerar beneficios y ocultar pérdidas, pero siempre con
rostro risueño”. Estamos embelesados, como Wolin escribe, por “los
continuos avances tecnológicos” que “fomentan elaboradas fantasías de
destrezas individuales, juventud eterna, belleza gracias a la cirugía,
acciones que se miden en nanosegundos: una cultura repleta de sueños de
control y posibilidades en constante expansión, cuyos habitantes son
propensos a fantasear porque la inmensa mayoría tiene imaginación pero
pocos conocimientos científicos”.
Han desmantelado nuestra base
industrial. Los especuladores y estafadores han saqueado el Tesoro
estadounidense y han robado miles de millones a los pequeños accionistas
que habían reservado ese dinero para la jubilación o para ir a la
universidad. Se han eliminado las libertades civiles, incluido el habeas corpus
y la protección contra las escuchas telefónicas sin orden judicial. Los
servicios básicos se han entregado a las corporaciones, incluidas la
educación pública y la atención sanitaria, que los explotan buscando
únicamente el beneficio. El establishment corporativo ridiculiza a
los pocos que se atreven a alzar su voz disidente, que se niegan a
participar en la feliz charla corporativa, etiquetándoles de bichos
raros, de frikis.
Las actitudes y el temperamento han sido
astutamente manipulados por el estado corporativo, al igual que los
maleables personajes de Huxley en “Un mundo feliz”. El protagonista del
libro, Bernard Marx, vuelca su frustración en su novia Lenina:
“¿No te gustaría ser libre, Lenina”, pregunta.
“No comprendo qué quieres decir. Soy libre, libre para tener el tiempo más maravilloso. Todo el mundo es feliz hoy en día.”
Él se rió: “Sí,
‘todo el mundo es feliz hoy en día’. Pero, ¿no te gustaría ser libre
para ser feliz de otra manera, Lenina? A tu manera, por ejemplo; no del
mismo modo que todos los demás”.
“No sé lo que quieres decir”, repitió ella.
La
fachada se derrumba. Y cada vez hay más gente que se da cuenta de que
se les ha utilizado y se les ha robado, que poco a poco estamos yendo de
“Un mundo feliz” de Huxley a “1984” de Orwell. “En algún momento, la
gente tendrá que enfrentar verdades muy desagradables. Los puestos de
trabajo bien pagados no van a volver. Los mayores déficits de la
historia humana significan que estamos atrapados en un sistema de
servidumbre que el estado de las corporaciones utilizará para erradicar
los últimos vestigios que quedan de protección social a los ciudadanos,
incluida la Seguridad Social. El estado ha sufrido una regresión de la
democracia capitalista al neofeudalismo. Y cuando todas estas verdades
aparezcan claramente, la rabia sustituirá a la alegre conformidad
impuesta por las corporaciones. La debilidad de nuestros bolsillos
post-industriales, donde alrededor de 40 millones de estadounidenses
viven en un estado de pobreza y decenas de millones en una categoría
denominada de “casi pobreza”, junto con la carencia de crédito que
pudiera salvar a las familias de las ejecuciones hipotecarias, de las
apropiaciones de los bancos y de la bancarrota a causa de las facturas
médicas, pone en evidencia que el totalitarismo invertido no va ya a
funcionar.
Cada vez vivimos más en la Oceanía de Orwell, no en El
Estado Mundial de Huxley. Osama bin Laden juega el papel asumido por
Emmanuel Goldstein en “1984”. Goldstein, en la novela, es el rostro
público del terror. Sus diabólicas maquinaciones y actos clandestinos de
violencia dominan las noticias de la noche. La imagen de Goldstein
aparece cada día en las pantallas de televisión de Oceanía como parte
del ritual diario de “Dos Minutos de Odio” de la nación. Y sin la
intervención del estado, Goldstein, al igual que bin Laden, acabará con
vosotros. En la lucha titánica contra la personificación del mal, se
justifican todos los excesos.
La tortura psicológica aplicada al
soldado raso Bradley Manning –que lleva ya siete meses preso sin haber
sido acusado de delito alguno- refleja el destrozo del disidente Winston
Smith al final de “1984”. A Manning se le mantiene como “detenido
sometido a máxima vigilancia” en el calabozo de la Base del Cuerpo de
Marina Quantico, en Virginia. Pasa solo 23 de las 24 horas del día. Se
le niega la posibilidad de hacer ejercicio. No puede tener almohada ni
sábanas en la cama. Los doctores del ejército le han estado atiborrando
de antidepresivos. Las más crudas formas de tortura de la Gestapo se han
sustituido por refinadas técnicas orwellianas, en gran medida
desarrolladas por psicólogos que trabajan para el gobierno para
convertir en vegetales a disidentes como Manning. Destrozamos las almas y
los cuerpos. Es más eficaz así. Ahora nos pueden llevar a todos a la
temible Habitación 101 de Orwell para que nos conviertan en seres
dóciles e inofensivos. Esas “especiales medidas administrativas” se
imponen habitualmente a nuestros disidentes, incluido Syed Fahad Hashmi,
quien pasó tres años encarcelado en condiciones parecidas antes de ser
llamado a juicio. Esas técnicas han destrozado psíquicamente a miles de
detenidos en nuestros agujeros negros por todo el globo. Constituyen la
principal forma de control en nuestras prisiones de máxima seguridad,
donde el estado corporativo hace la guerra sirviéndose astutamente de
nuestra inferior: los afroamericanos. Todo presagia el cambio de Huxley a
Orwell.
“Nunca podrás tener de nuevo sentimientos humanos
normales”, dice el torturador de Winston Smith en “1984”. “Todo estará
muerto dentro de ti. Ya no podrás ser capaz nunca de sentir amor o
amistad o alegría de vivir o risa o curiosidad o valentía o integridad.
Te quedarás vacío, hueco. Vamos a exprimirte hasta vaciarte y después te
llenaremos de nosotros mismos”.
El nudo se va estrechando. La era
del divertimento se sustituye por la era de la represión. Decenas de
millones de ciudadanos han tenido que entregar sus registros telefónicos
y correos al gobierno. Somos la ciudanía más controlada y espiada en la
historia humana. Muchos de nosotros tenemos nuestras rutinas diarias
atrapadas en docenas de cámaras de seguridad. Nuestras inclinaciones y
hábitos se registran en Internet. Nuestros perfiles se generan
electrónicamente. Cachean nuestros cuerpos en los aeropuertos y nos
filman con escáneres. Y los anuncios de servicio público, las pegatinas
de los coches de inspección y los carteles del transporte público nos
instan constantemente a informar de actividades sospechosas. Porque el
enemigo está por todas partes.
Se silencia brutalmente a quienes
no se ajusten a los dictados de la guerra contra el terror, una guerra
que, como Orwell señaló, es inacabable. Las draconianas medidas de
seguridad utilizadas para reprimir las protestas en las cumbres del G-20
en Pittsburg y Toronto fueron salvajemente desproporcionadas para el
nivel de actividad de la calle. Pero enviaron un claro mensaje: ¡NI SE
OS OCURRA INTENTARLO! La persecución por parte del FBI de los activistas
a favor de Palestina y en contra de la guerra, que el pasado septiembre
vieron cómo los agentes asaltaban sus hogares en Minneapolis y Chicago,
es un presagio de lo que está por venir para todos aquellos que se
atrevan a desafiar el Neolengua oficial del estado. Los agentes –nuestra
Policía del Pensamiento- incautaron teléfonos, ordenadores, documentos y
otras pertenencias personales. Se han enviado citaciones judiciales a
26 personas para que comparezcan ante un gran jurado. Las notificaciones
citan leyes federales que prohíben “proporcionar apoyo material o
recursos destinados a organizaciones extranjeras terroristas”. El
Terror, incluso para quienes no tienen nada que ver con el terrorismo,
se convierte en el objeto contundente utilizado por el Gran Hermano para
protegernos de nosotros mismos.
“¿Empiezan a ver, pues, qué clase
de mundo estamos creando?”, escribió Orwell. “Es exactamente todo lo
contrario de las estúpidas Utopías hedonistas que los viejos reformistas
imaginaron. Un mundo de temor, traición y tormento, un mundo donde se
pisotea y se es pisoteado, un mundo cada vez más despiadado en la medida
en que se va refinando”.
Chris Hedges ha sido corresponsal en
América Central, Oriente Medio, África y los Balcanes a lo largo de dos
décadas. En 2002 recibió el Premio Internacional de los Derechos Humanos
de Amnistía Internacional. En 2010 recibió el Premio a la Mejor Columna
Online por el ensayo “One Day We’ll All Be Terrorists”. Ha dado clase
en las Universidades de Columbia, Nueva York y Princetown. Actualmente
da clases a los presos de un correccional de Nueva Jersey. Es también
miembro del The Nation Institute.