El
pasado septiembre de 2011 se produjo el violento fin de un gran
experimento de creatividad y convivencia: el del centro social okupado
Kukutza, en el barrio bilbaino de Rekalde. La masiva reacción ciudadana y
la protesta incluso internacional no impidió que una brutal actuación
policial liquidara no lo que podía haber sido, sino lo que ya estaba
siendo desde hacia años un gran factoría de encuentros y verdades. Igor Ahedo, profesor de ciencia política en la Universidad del
País Vasco escribió este texto que me permito reproducir aquí, tomándolo
de
www.rpublica.org/contenidos/opinion/1182-igor-ahedo-qkukutza-y-el-tenebroso-curso-de-nuestros-tiemposq.
Kukutza y el tenebroso curso de nuestros tiempos
Igor Ahedo
Kukutza
era un canto a la vida y a la dignidad. Hoy, el solar que ocupaba el
corazón de Rekalde es el testigo de la vergüenza. Este solar es un canto
a la destrucción, a la muerte.
Curiosamente,
el último camión que cargaba los escombros de Kukutza abandonó Rekalde
en el 75 aniversario de famosa frase que ensalza la decencia y el coraje
de uno de nuestros más ilustres vecinos. “Venceréis pero no
convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no
convenceréis porque convencer significa persuadir” espetó Unamuno al
Coronel General de la Legión José Millán Astray el 12 de octubre de
1936. “Viva la muerte” contestó éste, para acabar gritando “Abajo la
inteligencia”
75
años después, Kukutza ha mostrado una senda cada vez más difícil de
vencer. Una senda cargada de esperanza. Una senda que convence. Una
senda a la que cada vez nos unimos más personas que amamos la vida.
Estamos condenados a la victoria. Nunca agotarán nuestras fuerzas. Al
fin y al cabo, ellos lo hacen por dinero. “Nosotras por placer”.
Decía
Bourdieu que la labor del sociólogo era contradictoria por definición,
ya que éste tenía la obligación de ejercer de utopista en la misma
medida en que debía asumir el papel de aguafiestas. Utopista, marcando
el camino del “deber ser”, de lo posible; aguafiestas, desenmascarando
el curso del “ser”, de lo real.
Nosotras por placer…
Desgraciadamente,
no parece que estos sean buenos tiempos para los sueños. Tampoco son
buenos tiempos para lo Político, entendido como el arte de hacer
posible lo imposible; para la política entendida como el único recurso
para la gestión pública de unos conflictos derivados de la desigualdad,
que sin esta mediación quedan a expensas de la maquinaria impositiva que
se esconde detrás de la ley del más fuerte. Lo Político, señala Iris
Young “aspira a poner las bases que permitan superar las necesidades y
los sufrimientos privados mediante la creación de leyes e instituciones
que dan forma a la vida colectiva, regulan los conflictos y configuran
sus narrativas” (Young, 1999: 693).
Cuando
Young, siguiendo la recomendación de Bordieu, define a la política como
aspiración, nos remite al deber ser, asumiendo los postulados de Hannah
Arendt, en cuya perspectiva la política es la expresión más noble de la
vida humana, por ser la más libre y original. La política, a juicio de
Arendt, en cuanto vida colectiva, implica que la gente se distancie de
sus necesidades y sufrimientos particulares para crear un universo
compartido en el que cada cual aparece ante los demás en su
especificidad, pero todos y todas unidas en lo público. Ciertamente,
como nos recuerda Young, para Arendt, “la vida social se ve sacudida por
la cruel competencia por el poder, por los conflictos y privaciones,
por la violencia que siempre amenazan con destruir el espacio público”.
Sin embargo, afortunadamente, “la acción política revive de cuando en
cuando, y gracias al recuerdo del ideal de la antigua polis, conservamos
la visión de la libertad y la nobleza humanas como acción política
participativa” (Arendt, 2003).
Este
tipo de aproximaciones propias del utopista dejan de lado las
ambigüedades: lo Político nunca pueden ser un recurso de sostenimiento
del statu quo. Lo político siempre debe tener como referencia el deber
ser. Y en el fondo, remiten a una concepción del poder que se vincula
más con la relación o con la interacción igualitaria que con la
dominación. Efectivamente, para Arendt es la Política en términos de
participación igualitaria, la que debe domesticar un poder entendido
como dominación, como violencia, que sacude la vida social. Esta
concepción pública de la política entiende, en consecuencia, que lo
Político “es siempre esencialmente el comienzo de algo nuevo”. Y
comenzar algo nuevo, nos recuerda Arendt, es “la verdadera esencia de la
libertad humana”. Más aún, la Política, entendida como participación
igualitaria frente a un poder basado en la dominación –que, insistimos,
Arendt separa de lo Político y lo enmarca en la violencia-, es la fuente
de felicidad. Y es que, como señala, “no se puede llamar feliz a quien
no participa en las cuestiones públicas; nadie es libre si no conoce por
experiencia lo que es la libertad pública y nadie es libre ni feliz si
no tiene ningún poder, es decir, ninguna participación en el poder
público”.
Ellos por dinero…
Pero,
si en paralelo al de utopista, asumimos el papel de aguafiestas que nos
encomienda Bourdieu, vemos que frente al “deber ser”, la impertinencia
de “lo real” se impone con descaro. Así, la práctica política de
nuestros tiempos, lejos de guiarse por el principio rector de “hacer
posible lo imposible”, está esclerotizada en una apuesta miope: “hacer
plausible solo lo posible”. La política ya hace tiempo que dejó de ser
un “arte” para convertirse, en el mejor de los casos, en un asunto de
mera “gestión”. Peor aún, actualmente, hasta la política como gestión se
difumina en la bruma viscosa de un proyecto que recluye lo público en
las mazmorras de las rarezas de la historia, entronando a lo privado en
el pedestal de los Dioses de nuestro tiempo. La política se retira y se
pone al servicio de los intereses privados, amparada en una legalidad -y
este es el segundo de los vectores de nuestra deriva hacia la nada- que
da la espalda a su único fundamento: la legitimidad.
Pero,
un mundo en el que lo privado fagocita lo público, en el que lo legal
se abstrae de lo legítimo, es también un mundo lleno de tensiones, lleno
de frustraciones, lleno de riesgos que tienen que ser conjurados con
antídotos efectivos. Máxime ahora que ya no se puede recurrir ni a los
Dioses, como antaño, ni al más reciente mito del “progreso”, de la
continua mejora, del avance si fin. Estamos en una época paradójica en
la que el individuo trasnmuta en Dios, pero en un contexto marcado por
la crisis, la recesión, la incertidumbre respecto del futuro. Por eso,
el miedo es el gran exorcista de los riesgos del poder como dominación
en estas sociedades. Miedo al otro. Miedo al mañana. Miedo al cambio.
Miedo a comenzar algo nuevo. Miedo, en definitiva, al principio rector
de la libertad. Miedo a la libertad; un miedo del que, ya hace medio
siglo, Erich Fromm advirtió que era la simiente del fascismo.
Un cruce de caminos
No
nos engañemos. Hemos llegado a un cruce de caminos en la historia de la
humanidad, en el que las potencialidades para el bienestar alcanzadas
gracias al desarrollo tecnológico, cultural y social contrastan con la
dura realidad. Estamos ante un cruce de caminos en el que debemos optar
entre dos sendas claramente definidas. Una comienza en el Olimpo de
museos iluminados, centros comerciales repletos, “no lugares” amables,
para conducir inexorablemente al Hades. Esta es, sin embargo, una senda
que abandona pronto las autopistas y las luces de neón para,
inexorablemente, acabar descendiendo por pasadizos subterráneos
mortecinamente iluminados, que vislumbran tenuemente una única certeza:
que el final de nuestro recorrido concluye en unas mazmorras en las que
se aísla uno a uno a una mayoría de individuos que lamen sus llagas
lacerantes sin esperanza, mientras escuchan, lejanas pero claras, las
risas grotescas de sus cancerberos, de esos pocos, de ese 1% que saborea
las mieles de la gloria. Otra vía, sin embargo, asciende por una
sinuosa y empinada pendiente, llena de incertidumbres; una pendiente que
agota por el trabajo que supone desbrozar y reconstruir una senda ahora
poco transitada, pero que sabemos que durante siglos fue recorrida por
miles de personas que permitieron que la historia avanzara, y con ellos
unos derechos, unas esperanzas, unas ilusiones que siempre tuvieron como
horizonte la res pública, la “cosa pública”.
El
desarrollo de los acontecimientos que han finalizado con el derribo de
Kukutza muestran a las claras los contornos de ambos senderos. Y sobre
todo, reflejan de forma descarnada la perversión de lo político que
subyace a la primera de las alternativas. Una perversión que se sirve
del titanio del Guggenheim, de la placidez de los paseos en bicicleta
por Abandoibarra, de los concursos para añadir nuevas medallas al modelo
de gestión de lo urbano, de las txirenadas elitistas de líderes
redentores que nos regalan “impecables” gestiones para lograr una ciudad
escaparate para modelar bilbaínos complacientes (bilbaínos y bilbaínas a
los que les aterre rebuscar en los trasteros que ocultan la miseria, el
abandono, la dejadez de los barrios… que sonrían como ángeles
descerebrados sin reparar en los estercoleros humanos que este modelo
siembra por doquier, no vaya a ser que se rompa la magia, que se desvele
la falsedad de esta supuesta “vie est belle”). Líderes salvadores que
combinan la gestión de cartón piedra convenientemente recubierta de
celofan, con la mano dura que dirigen al otro, al “débil”, al trabajador
del metro al que se le niega el derecho a la huelga, a la comparsera a
la que se la ningunea después de décadas de servicio público, al
activista de la legalización de las drogas que se confunde con
narcotraficante, a la indignación que crea huertos que se desmantelan y
contabilizan en toneladas de basura o campamentos para sin techo que
trasnmutan en focos de infección y delincuencia. Mano dura para el otro,
para el débil, ese “miserable” inmigrante, perroflauta, puta o
homeless, cuya presencia molesta. Mano dura para el débil que conjura
nuestro sentimiento de horfandaz. Mano dura para ese otro que, en su
desgracia, hace sentir más llevadera la nuestra. Sobre todo si nuestros
impulsos sádicos se combinan con el impulso masoquista a someternos a
líderes populistas que nos aportan seguridad, como describía Fromm para
comprender las bases psicológicas que permitieron que el monstruo del
fascismo germinase en nuestras sociedades.
Y
mano dura, sobre todo, contra el que quiere demostrar que existe otra
senda diferente. Mano dura a la comparsera. Mano dura al militante
vecinal. Mano dura a la malabarista. Mano dura. Mano dura descarnada.
Mano dura sin contemplaciones. Mano dura ejemplarizante.
Kukutza
debía ser castigada. Debía desaparecer. Pero no silenciosamente,
ocultamente, sino de forma ejemplar. Debía desaparecer ante las cámaras,
ante unas cámaras que no ocultasen las lágrimas de los vecinos y
vecinas, la perplejidad de los niños y niñas, la memoria de barrio
castigado revivida en los y las mayores. Kukutza debía desaparecer de
forma ejemplar, a dentelladas de una imponente grúa que llegó al barrio
escoltada por el Séptimo de Caballería. Debía desaparecer ante los ojos
de quienes la pretendían defender. Kukutza debía desaparecer en el
“teatro público”, retransmitido en directo, sin maquillaje, sin celofán…
Sin contemplaciones. Siendo ejemplares. Dejando claro a todo el mundo
que para ellos, nuestros sueños, solo tienen una alternativa:
enfrentarse a su infierno. Enfrentarse a un infierno que debía ahogar el
grito de “más cultura y menos policía” con el atronador ruido de las
sirenas, el sonido hueco de los pelotazos a quemarropa, el crujir de los
cuerpos aporreados a diestro y siniestro. Sin contemplaciones.
Un corazón contra tres Goliats
El
final de Kukutza, en definitiva, no es más que una consecuencia de su
éxito. Kukutza mostró que era posible otra senda. Kukutza enraizó en
Rekalde porque respetó al barrio. Enraizó en Rekalde porque condensaba
la memoria de un barrio cuyos habitantes están orgullosos de ser
Rekaldetarras porque, como reza la pintada de la Plaza de Rekalde, “todo
lo que tenemos lo hemos conseguido luchando”. Pero Kukutza era más. Y
era más, porque no solo mostró que era posible un solo camino, sino un
camino de esfuerzo… y placer. Un camino que con las sonrisas de las
galas de circo, con el esfuerzo de los y las escaladoras, con la ilusión
de los niños y niñas que aprendían malabares, con la experiencia de las
amatxus que hacían manualidades, con la sensualidad de quienes
aprendían danza, con la innovación de quienes fabricaban cerveza
artesanal… con placer, sonrisas, ilusiones y sueños llenó de vida un
espacio abandonado para la muerte. Convirtió esa fábrica en el corazón
de Rekalde. El placer se conjuró con el amor: Rekalde x Kukutza, Bilbo x
Kukutza.
Y
lo hizo enfrentándose a los tres actores principales de una tragedia
que conduce a la nada. Se enfrentó al capital, okupando una fábrica
abandonada por especuladores vinculados a tramas corruptas. Se enfrentó a
una judicatura que prima la defensa de lo privado, en este caso de la
propiedad privada, mirando hacia otro lado cuando se trata de defender
lo público, en este caso el derecho a la cultura, en otros el derecho a
la vivienda. Y se enfrentó a un Ayuntamiento que condensa en su práctica
una concepción de lo político basado en la gestión aparentemente
impecable pero que seca la sangre de esa ciudad que bebiendo vinos, en
las tabernas, en la calle, cantando, trabajando “era conocida hasta por
el Papa”. Hoy hasta las plazas se hacen sin bancos. O con bancos
“autistas” para un individuo solo, para que no se hable, para que no se
conspire. Hoy las ordenanzas municipales hasta impiden cantar. Hoy
Bilbao es grande, ya se ve en el mapa, nos conocen en los catecismos
urbanos de nuestros tiempos, las guías turísticas, pero se le está
desecando la vida. Una política urbana vampirizante ha chupado nuestra
sangre, nuestra alegría, nuestra tendencia a la transgresión con la
tiranía de un “ciudadanismo” en el que no se pueden tirar cáscaras de
pipas a la calle, porque la ensucian, no se puede cantar porque molesta,
no se puede besar porque da mal ejemplo. Los besos en casa. El amor y
el placer también debe ser privado. La ciudad es demasiado bella como
para afearla con tantas muestras de cariño. Se ha logrado la cuadratura
del círculo de lo político como “arte de hacer posible lo plausible”. Y
con mayoría absoluta. La ciudad, piensan que es suya. Y lo deben dejar
claro. Estaba mucho en juego. El placer y la esperanza, el amor de un
barrio que acoge un proyecto alternativo en su corazón se podían imponer
al dinero y a la destrucción que guía la lógica de los tres Goliats.
Debía quedar claro quién manda.
Desenmascarando las mentiras
Pero,
hay motivos para la esperanza. Kukutza, ha mostrado que era posible “lo
imposible”: no solo llenar de vida 6000 metros cuadrados condenados a
ser albergue de ratas y muertos vivientes enganchados a la heroína, sino
sobre todo lograr que el barrio arropase un proyecto que nace de los
márgenes de la legalidad, en los márgenes de la ciudad, en los márgenes
de lo cultural. Y mostrando que otra senda es posible, ha desenmascarado
las mentiras sobre las que se sustenta el poder como dominación. El
poder que, de acuerdo con Arend, no es Política, sino simple violencia.
La privatización de lo público
Ha
desenmascarado la perversión de una acción política que reniega de sí,
que se inmola a sí misma, convirtiendo los problemas sociales en
privados. Ha desenmascarado, en definitiva, la trampa que el avance de
la democracia creía haber desterrado para siempre, pero que en estos
tiempos resucita con fuerza: la privatización de lo político. Cualquier
manual de ciencia política identifica que el motor de lo político y en
consecuencia, el motor de la historia de los derechos sociales,
culturales, políticos, económicos, sexuales, urbanos, los que sean, es
precisamente el tránsito de lo público a lo privado. Sólo cuando las
mujeres de Rekalde se dieron cuenta en los años 60 que el que sus hijos
no tuvieran acceso a la educación no era un problema privado, que en
consecuencia requería de soluciones privadas (léase una academia para
quien podía, la calle para quien no), solo cuando se dieron cuenta de
que la no escolarización de los niños y niñas de Rekalde respondía a una
situación de desigualdad estructural en la que los hijos de los obreros
eran ciudadanos de segunda, solo entonces hicieron un tránsito de lo
privado a lo político que las llevó a organizarse, a movilizarse, a
realizar demandas, a arrancar, finalmente, el Plan de Escuelas para la
provincia de Bizkaia que permitiría que Javier de Ibarra pasara a la
historia como “el padre de la educación”. Sin embargo, los y las
Rekaldetarra sabemos que las verdaderas protagonistas, las reales, no
fueron políticos de rostro hierático que nunca supieron lo que
significaba que un niño no supiera leer, políticos cuyas biografías y
cuadros decoran los pasillos municipales o las estanterías de las
bibliotecas, sino esas mujeres cuyo ejemplo de lucha, 50 años después,
late en nuestros corazones.
Y
es que la historia de todos los derechos es, precisamente, la historia
de la politización, de la asunción de la relevancia pública de problemas
previamente interpretados como privados. Ese fue el gran éxito de
Kukutza: mostrar que los y las rekaldetarras teníamos el derecho a la
cultura que durante 40 años ha negado una administración municipal
ausente, que ni siquiera se ha molestado en hacer un Centro Cívico.
Kukutza mostró que el abandono cultural de Rekalde no era un asunto
privado, sino un derecho público que los y las rekaldetarras podíamos
arrancar con nuestro propio esfuerzo. Por eso, cuando desde el
Ayuntamiento se señaló que la posible demolición de Kukutza era un
asunto privado, se desenmascaró la estrategia municipal que reniega de
su obligación de defender, por encima de todo, los derechos públicos de
los rekaldetarras. Por eso, pensaron que todo se podía solucionar
ofreciendo un alquiler en otro local. Porque desde una concepción
privatizadora de lo público se puede llegar a la locura de plantear
incluso que el derecho a la cultura “se puede alquilar”. Por eso Kukutza
y el movimiento vecinal rechazó esta propuesta envenenada. Porque la
política no es una agencia de alquiler. Al contrario, la obligación de
lo político es precisamente dar una salida pública a las demandas de los
y las ciudadanas. Y esa salida pública no era otra que un acuerdo que
respetara los derechos del propietario, pero que también reconociera el
trabajo de los y las vecinas en la recuperación de un edificio que
llenaron de vida, y que debía mantenerse lleno de vida.
La legalidad sin legitimidad
La
segunda mentira que ha quedado desenmascarada es la que contrapone la
legalidad y la legitimidad. Kukutza nace en los márgenes de la
legalidad, precisamente porque la política institucional se abstrae de
estar donde debía estar. Nace en los márgenes de la legalidad como
siempre ha sucedido cuando los gestores de lo político miran para otro
lado. ¿Existe un solo derecho que no haya nacido porque alguien lo
reclamó desde los márgenes de la legalidad? ¿Cumplía Rosa Parks la
legalidad cuando, negándose a levantarse para ceder el asiento a un
blanco inició una dinámica de movilización por los derechos de los
afroamericanos que ha permitido que medio siglo después un presidente
haya sido negro? ¿Cumplían con la legalidad los insumisos que se negaron
a participar en el servicio militar obligatorio? ¿Cumplían la legalidad
las amatxus que en pleno franquismo iniciaron la senda de las
ikastolas? Por supuesto que no. Simplemente, amparados en la legitimidad
de una ciudadanía que los apoyaba, desde los márgenes de la legalidad,
obligaron a las instituciones a cambiar la legalidad. Eso estaba en
juego en Kukutza. Un proyecto legitimado en el barrio, por artistas, por
responsables institucionales, por partidos políticos de espectros
incompatibles, por movimientos sociales, sindicatos, medios de
comunicación, personas de todo el planeta… que apostaba por una solución
política que pasara por el mantenimiento de su actividad, de su lógica
autogestionada y popular, pero al amparo de un acuerdo que supusiera su
reconocimiento político. El buen hacer de las gentes de Kukutza mostró
que la okupación podía legitimarse socialmente. Y en consecuencia,
obligaba a los responsables políticos a optar entre asumir su
responsabilidad u ocultarla. Asumir su responsabilidad encontrando un
acomodo que, respetando los derechos del propietario, sobre todo
supusiera un reconocimiento y un amparo de la administración al trabajo
vecinal. U ocultar su responsabilidad.
La violencia descarnada
Entra
en juego, en consecuencia, la tercera de las mentiras que Kukutza ha
desvelado: la que desenmascara al poder cuando se le acorrala; a ese
poder que cuando se le cuestiona, olvida las palabras bonitas y recurre
de forma quirúrgica al miedo. Era tal la legitimidad de Kukutza, era tal
la demanda de reconocimiento público que clamaba en los despachos
institucionales, que no bastaba con ampararse en el mantra de la
legalidad o de la privatización de los asuntos sociales para salir
airosos. Sobre todo cuando llegaba la hora de la verdad. Cuando la
sentencia estaba dictada y debía ser ejecutada. Condena a muerte.
Condena ejemplarizante. Condena expeditiva. Pero, ¿cómo cumplir la
condena sabiendo de antemano que miles de personas tratarían de
impedirlo pacíficamente? ¿Cómo hacer cumplir una legalidad ilegítima que
legítimamente se pide modificar? ¿Cómo ejecutar a un reo para el que el
pueblo exige clemencia? ¿cómo cumplir condena a un proyecto que la
historia ya había absuelto? Con violencia. Con una violencia descarnada.
Con una violencia orientada a castigar al que osó transitar otra senda,
contra el disidente. Pero también, con una violencia orientada a
aterrorizar a quien se atrevió a apoyar a la disidente, orientada a
atemorizar a ese barrio que desde el primer momento arropó a Kukutza,
que lo cobijó en su corazón. Y finalmente, con una violencia orientada a
buscar respuesta, por muy tímida que fuera, por muy tardía que fuera,
esa respuesta que permite que el fuego de los contenedores al final del
camino oculte un recorrido aterrador que dejó 200 heridos, cargas en
manifestaciones autorizadas repletas de niños y niñas, irrupciones
policiales en el ambulatorio, imágenes de policías apuntando a las
ventanas, destrozos en comercios, pelotazos, miles de pelotazos que
comenzaron a sonar a las 05:30horas de la mañana del miércoles 21 de
septiembre y que no encontraron ninguna respuesta violenta hasta las 19h
del viernes 23 de septiembre. Miles de pelotazos que trataban de apagar
los ecos de gritos que pedían más cultura. Miles de pelotazos contra
personas que mostraban pacíficamente su rechazo al derribo con los
brazos levantados. Miles de pelotazos, mandíbulas fracturadas,
ambulatorios repletos, olor a goma, ruido de sirenas durante 70 horas…
hasta que arde un contenedor, y luego otro y luego otro.
Pelotazos
para castigar. Pelotazos para aterrorizar a un barrio esperando que el
cuerpo del vecino o la vecina tiemble solo de pensar en que “quizá el
mes que viene esos chavales que tanto bien hacían por el barrio lo
intenten de nuevo y volvamos a pasar miedo, pánico”. Pelotazos para
convertir la solidaridad en incertidumbre, la confianza en desconfianza.
Y pelotazos, más pelotazos, para que alguien responda.
De
esta forma, los ausentes, esos miles de ciudadanos de buena fe que no
estuvieron en Rekalde durante 70 horas en las que la única violencia fue
la institucional, esos ciudadanos ausentes que asistieron a los
enfrentamientos que se trasladaron a Bilbao, esos ciudadanos ausentes
que abrieron estupefactos unos periódicos que el sábado 24 de septiembre
habían convertido nuestra ciudad en Bagdag, esos ciudadanos ausentes
podían ser alineados con la lógica del poder. Quizá al comienzo del
conflicto pensaron que no estaba bien derribar Kukutza. Por eso debía
programarse la anestesia, el mantra que convierte a los y las apaleados
en “nostálgicos de la kale borroka, anti-sistemas y delincuentes
comunes que querían sembrar el caos”. Quizá si esos ausentes hubieran
estado en Rekalde entre las 05:30 del miércoles y las 17h del viernes
habrían visto con sus ojos que nadie respondió violentamente, que la
única violencia fue la institucional. Si hubieran estado en Rekalde la
tarde noche del viernes sabrían que solo una minoría utilizó la
violencia, que la mayoría de quienes querían protestar lo único que
hacían era correr despavoridos.
A
pesar de todo, precisamente porque no estaban allí, quienes en todo
momento pedimos que no se callera en provocaciones ni se utilizara la
violencia, debemos reflexionar. Tenemos motivos para el orgullo, porque
decenas de miles de personas logramos una resistencia pacífica durante
70 horas. Pero debemos reflexionar porque, aunque lo intentamos,
mientras nos refugiábamos de los pelotazos con nuestros hijos e hijas,
no logramos contener las reducidas (aunque muy visuales y también
peligrosas) expresiones de violencia que se dieron en la noche del
viernes. Y aunque las rechazmos antes, durante y después de producirse,
debemos reflexionar porque en parte fracasamos. Fracasamos porque
sabíamos que los responsables del atropello que ha supuesto el derribo
de Kukutza se esconderían tras ellas para ocultar su proyecto
excluyente. A pesar de todo, la mentira cada vez es más fácil de
desenmascarar. Las decenas de vídeos existentes en internet dejan a las
claras de qué lado cayó la responsabilidad de la violencia planificada,
sistemática y descarnada. El solar de la vergüenza que ahora es Kukutza
III nos recuerda quien vociferó y sigue vociferando el “Viva la muerte”.
No hay alternativa
Una
última mentira ha sido desvelada. Kukutza ha demostrado que las cosas
se pueden cambiar. Que otra senda es posible. Que sí hay futuro.
Ciertamente, su violento, ejemplar y brutal final también muestran la
otra cara de la moneda. Que el poder entendido como violencia en los
términos definidos por Arendt, nos lo pondrá difícil si tratamos de
recuperar el sentido de lo político como “la búsqueda del comienzo de
algo nuevo”.
La historia del Rey Transparente
Estamos
obligados a continuar esa “búsqueda del comienzo de algo nuevo”, sino
queremos que nos suceda como le sucedió a un reino muy lejano, cuyo
drama nos narra Rosa Montero, de forma magistral, en su novela La
Historia del Rey Transparente.
Es
ésta una historia, la de un Rey ni bueno ni malo, que comienza cuando
éste celebra el nacimiento de su deseado vástago. El Rey, para festejar
la magna noticia de la continuidad de su descendencia, invita a todas
las hadas del reino, excepto a una de ellas, la más malvada. Pero ésta
hace acto de presencia y concede al hijo del soberano un don especial:
la capacidad de que todo lo que diga sea creído. El padre considera que
se trata de una oportunidad irrechazable que ensalzaría la gloria de su
retoño, y acepta honroso. A su muerte, el hijo comienza a ejercer de
Rey, observando pronto las virtudes de su don. Pero también descubre que
más allá de las bondades, su capacidad de convertir en verdad cualquier
cosa con solo nombrarla es una herramienta que acrecienta su poder más
allá de lo imaginado. Y así hace y deshace con el único objetivo de
mantener su dominio sobre sus súbditos. Estos, al ver que el monarca
había abierto la veda a la mentira, deciden hacer lo mismo. Pronto, ese
reino, ni rico ni pobre, gobernado desde siglos por una familia de
reyes, ni buenos ni malos, se convierte en un reino podrido por la
mentira. Una mañana, el Rey otea desde la atalaya de su castillo los
confines de su reino y, horrorizado, los ve difuminarse. Sorprendido,
observa las almenas de su fortaleza y las ve diluirse ante sus ojos.
Abrumado, alza las manos al cielo, pero percibe cómo éstas comienzan a
hacerse transparentes. Incapaz de comprender qué es lo que sucede, el
Rey acude a la sabiduría del viejo dragón, que somnoliento, tras
escuchar las preocupaciones del soberano, responde con un acertijo a la
pregunta de cómo evitar que el reino siga desapareciendo ante sus ojos:
“cuando me mencionas, ya no existo”, sentencia el animal. Su única
salida era el silencio.
La
mentira convirtió a un Rey, ni bueno ni malo, en un monarca despótico
que acabó viendo, no solo cómo su reino, sino él mismo, se hacía
transparente. Desaparecía.
La
clase política, hoy en día, puede observar cómo su reino se descompone.
Porque, como el anterior, éstos, nuestros Reyes transparentes, han
basado su poder en la mentira. La mentira de que los políticos se
presenten como simples gestores, mediadores de asuntos privados que, nos
dicen, no pueden cambiar una realidad que les viene dada. Nuestros
Reyes transparentes se han sustentado en la mentira de que la
privatización de lo público es buena para todas, en la mentira en que es
necesaria la desregulación del libre mercado. Como hemos visto, estas
mentiras han permitido que una cuadrilla de ladrones se enriqueciera
groseramente jugando con el dinero y las esperanzas de miles de
trabajadores en la ruleta rusa del mercado. Y cuando todo se ha hundido,
nuestros Reyes Transparentes recurren a la mentira de que no hay
alternativa: que debemos ser los ciudadanos y ciudadanas quienes
paguemos las consecuencias de una crisis que otros -de su mano- han
provocado, enriqueciéndose antes y ahora, con su beneplácito. Su reino
se descompone, la crisis se impone, la inestabilidad también, las calles
arden en Francia, Londre. La rabia se extiende y las alternativas
excluyentes en forma de integrismos, xenofobias y sectarismos se
difunden como una pandemia. El reino se les diluye en los mercados de
deuda, en la obligación de gestionar una conflictividad social creciente
en sociedades individualizadas a las que se ha adoctrinado para
conjurar toda salida comunitaria. Incluso ellos se diluyen cuando son
reemplazados por tecnócratas que nadie ha elegido.
Pero,
sobre todo recientemente, el reino se les diluye porque laindignación
se alza; porque miles de Kukutzas resucitan en todos los rincones;
porque la gente comienza a decir basta a tanta mentira.
Han
basado su reino en la mentira. Su poder en la mentira. Por eso no
pueden seguir el consejo del Dragón. Porque la solución entraña el peor
de los dilemas al que se pueden enfrentar. Si siguen mintiendo, su reino
seguirá desapareciendo. Si callan, perderán el poder.
Sólo
hay una solución. Desenmascarémosles. Hagámosles callar. Con la palabra
y con la práctica. Reivindicando el placer frente al dinero.
Recuperando lo político como “arte de hacer posible lo imposible”.
Recuperando la política como “creación de lo nuevo”, como fundamento de
la libertad. Creando en todos los rincones nuevos Kukutzas.
Preparándonos para que nos los sigan destruyendo, sabiendo que cada vez
les resultará más difícil. Porque, como se recordó en la manifestación
en defensa de Kukutza el 16 de julio, ante miles de manifestantes que
abarrotaban Rekalde, “somos muchos más de cuando empezamos”.
Y
sobre todo porque quienes hemos asistido impotentes, quienes hemos
llorado y hemos visto sufrir a nuestros hijos y vecinos al ver cómo
derribaban esa fábrica, sabemos a ciencia cierta de que esas lágrimas,
nuestras lágrimas, germinarán nuevos sueños.
Kukutza
era eso, una fábrica de sueños. La han derribado, pero han creado un
símbolo, una guía, una esperanza para sortear el tenebroso curso de
nuestros tiempos.
El
libro “Kukutza Gaztetxea. Ellos por dinero, nosotras por placer”
finaliza recordando que Kukutza es “un ejemplo, una lección grabada a
fuego, una página más en la lucha de un pueblo que quiere ser libre, y
que no entiende ni entenderá otra manera de vivir. Ahora, al igual que
la vida sigue, la lucha sigue. Esperamos haber encendido muchos
corazones y haber reavivado muchos más”.
Así ha sido. Eskerri asko!
[La fotografía procede de http://periodismohumano.com/culturas/acoso-y-derribo-de-kukutza.html]