La vuelta al mundo en un sofá (cómo leer a Habermas)

Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional, aprovechando el relajo veraniego, se internó en Facebook y vio cómo aparecían ante él fotos e incluso un muy completo perfil de Habermas, no el afamado filósofo, sino un historiador autodidacta, que había recalado en el barrio de Prosperidad a finales de los años noventa del pasado siglo. Fernando Habermas, como llegaron a llamarlo, había estudiado Historia en la Universidad Complutense y, como la mayoría de los licenciados en esa especialidad, había tenido que buscar otra forma de ganarse la vida. Nunca había llegado a presentar la tesis, pero se había matriculado en los cursos de doctorado de la UNED para tener acceso libre a los numerosos tratados de historia militar que, sorprendentemente, la biblioteca de esa Universidad almacenaba.


Había montado con un amigo una empresa dedicada a realizar traducciones y el escaso beneficio que obtenía lo empleaba en emprender viajes a través de las capitales de toda Europa y en los que rendía obligada visita a los Museos militares, a los que consagraba siempre varios días. Esa afición al arte maquiavélico no estaba reñida con una extraña pasión por la obra de Habermas, que había leído con detenimiento y sobre la que impartió durante varios años un seminario en el sótano de la emblemática librería del barrio. Fue tal su asimilación de las ideas del filósofo alemán que llegó a intentar utilizar las reglas que aquel había formulado para la existencia de una comunidad ideal de comunicación en sus relaciones personales, incluso para ligar.

Para Habermas en el mundo actual nos movemos guiados por una “racionalidad estratégica”, que debiera ser eliminada si queremos construir una sociedad en la que las decisiones se tomen a partir de un verdadero diálogo entre los participantes. Las referencias a una “democracia deliberativa”, que han sido tan frecuentes a partir del 15-M, tienen en este filósofo alemán a uno de sus principales defensores. Por desgracia, la pretensión de Fernando de alejar cualquier muestra de egoísmo y entablar “conversaciones” amorosas siguiendo las ideas de Habermas no tuvo éxito y sobrellevaba su soledad participando en juegos de rol, nada violentos en su caso, de los que era fanático.

Por medio de una red social entró en contacto con una organización a través de la cual se ofrecía la posibilidad de visitar los lugares más remotos, ya que sus miembros se comprometían a ceder un sofá en su casa, en régimen de reciprocidad, para que los viajeros pudieran dormir durante su estancia en la ciudad. Animado por esa posibilidad, emprendió una vuelta al mundo de sofá en sofá, atravesando toda Europa hasta llegar a las más lejanas repúblicas exsoviéticas. Sin duda, su familiaridad con la filosofía de Habermas le sirvió para confiar en las personas con las que trataba y, sin pensar en la precaria situación en la que se encuentran muchos de esos territorios, asomarse a poblaciones en las que tal vez nunca habían visto a ningún español. A pesar de su rudimentario inglés no había tenido mayores problemas en hacerse entender y su arriesgado recorrido parece una buena muestra de que para  entablar un “diálogo” eficaz no es preciso ni un conocimiento profundo de la lengua ni unas condiciones favorables sino, por encima de todo, la voluntad de comunicarse.

Con todo, en algún lugar de Asia Central, había descendido de un autobús y, al preguntar una dirección a una pareja que en apariencia paseaba tranquila, tuvo la sensación de que había cometido un error. Bastante tiempo después despertaría en una cuneta, con las gafas rotas y sangrando, sin documentación y sin dinero. Por fortuna, no le habían quitado la agenda y así pudo ponerse en contacto con el dueño del sofá en que esa noche pensaba descansar y que le fue a buscar y lo auxilió en los inevitables trámites para hacerse con los papeles y el efectivo necesario para proseguir su viaje.

Cuando su amigo Ismael Melville le contó esta historia, el profesor pensó que un digno final hubiera sido que Fernando Habermas hubiera abjurado de las propuestas del filósofo y se hubiera convertido en un seguidor, ahora  sí, de siniestros juegos de rol, pero la verdad es que hacía pocos meses que había dado una conferencia en la librería sobre sus andanzas por la antigua Unión Soviética, lo habían nombrado Presidente de la Asociación de Amistad entre España y una de esas lejanas repúblicas e incluso, le confesó a Ismael, trémulo, se había enamorado.

El profesor, contemplando una vez más las fotografías en las que Fernando aparecía exultante, pensó que, incluso aunque la mayoría de las veces las personas y las instituciones nos decepcionen, siempre tenemos que estar en camino hacia lo mejor, hacia lo que Ernst Bloch llamaba “el mundo verdadero” y ante él se abrió todo un horizonte de sofás en los que algún día quizás dormiría hasta llegar al final de la tierra, al finis terrae.

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