(de la introducción de El espacio público como ideología, Catarata, Madrid, 2011)
Manuel Delgado
¿De qué se habla hoy cuando se dice espacio público? Para urbanistas, arquitectos y diseñadores espacio público
quiere decir hoy vacío entre construcciones que hay que llenar de forma
adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser
los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la
que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que
quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los
significados deseables, un espacio aseado que deberá servir para que
las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se
extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano
la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores
sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión urbana,
como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y
las demandas institucionales en materia de legitimidad. En ese caso
hablar de espacio, en un contexto determinado por la ordenación capitalista del territorio y la producción inmobiliaria, siempre acaba resultando un eufemismo: en realidad se quiere decir siempre suelo.
En
paralelo a esa idea de espacio público como complemento sosegado de las
operaciones urbanísticas, vemos prodigarse otro discurso también
centrado en ese mismo concepto, pero de más amplio espectro y con una
voluntad de incidir sobre las actitudes y las ideas mucho más ambiciosa
todavía. En este caso, el espacio público pasa a concebirse como la
realización de un valor ideológico, lugar en que se materializan
diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia,
civismo, consenso y otros valores políticos hoy centrales, un proscenio
en que se desearía ver deslizarse una ordenada masa de seres libres e
iguales que emplea ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir
y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de
cortesía. Por descontado que en ese territorio corresponde expulsar o
negar el acceso a cualquier ser humano que no sea capaz de mostrar
modales de esa clase media a cuyo usufructo está destinado.
Lo
que bien podría reconocerse como el idealismo del espacio público
aparece hoy al servicio de la reapropiación capitalista de la ciudad,
una dinámica de la que los elementos fundamentales y recurrentes son la
conversión de grandes sectores del espacio urbano en parques temáticos,
la gentrificación de centros históricos de los que la historia ha sido
definitivamente expulsada, la reconversión de barrios industriales
enteros, la dispersión de una miseria creciente que no se consigue
ocultar, el control sobre un espacio público cada vez menos público,
etc. Ese proceso se da en paralelo al de una dimisión de los agentes
públicos de su hipotética misión de garantizar derechos democráticos
fundamentales –el del disfrute de la calle en libertad, el de la
vivienda digna y para todos, etc.– y la desarticulación de los restos de
lo que un día se presumió el Estado del bienestar. En una aparente
paradoja, tal dejación por parte de las instituciones políticas de lo
que se supone que son sus responsabilidades principales en materia de
bien común está siendo del todo compatible con un notable autoritarismo
en otros ámbitos. Así, las mismas instancias políticas que se nuestran
sumisas o inexistentes ante el liberalismo urbanístico y sus desmanes,
pueden aparecer obsesinadas en asegurar el control sobre unas calles y
plazas –ahora obligadas a convertirse en “espacios públicos de calidad”–
concebidas como mera guarnición de acompañamiento para grandes
operaciones inmobiliarias.
Ahora
bien, ese sueño de un espacio público todo él hecho de diálogo y
concordia, por el que pulula un ejército de voluntarios ávidos por
colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una
sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. En lugar de
la amable arcadia de civilidad y civismo en que debía haberse convertido
toda ciudad según lo planeado, lo que se mantiene a flote, a la vista
de todos, continúan siendo las pruebas de que el abuso, la exclusión y
la violencia siguen siendo ingredientes consubstanciales a la existencia
de una ciudad capitalista. Por
doquier se da con pruebas de la frustración de las expectativas de
hacer de las ciudades el escenario de un triunfo final de una utopía
civil que se resquebraja bajo el peso de todos los desastres sociales
que cobijan y provocan.
Para
atenuar tal evidencia, se despliega un dispositivo pedagógico que
concibe al conjunto de la población, y no sólo a los más jóvenes, como
escolares perpetuos de esos valores abstractos de ciudadanía y
civilidad. Esto se traduce en todo tipo de iniciativas legislativas para
incluir en los programas escolares asignaturas de “civismo” o
“educación para la ciudadanía”, en la edición de manuales para las
buenas prácticas ciudadanas, en constantes campañas institucionales de
promoción de la convivencia, etc. Se trata de divulgar lo que Sartre
hubiera llamado el esqueleto abstracto de universalidad del que las
clases dominantes obtienen sus fuentes principales de legitimidad y que
se concreta en esa vocación fuertemente pedagógica que exhibe en todo
momento la ideología ciudadanista, de la que el espacio público sería
aula y laboratorio.
Ese
es el sentido de las iniciativas institucionales en pro de que todos
acepten ese territorio neutral del que las especificidades de poder y
dominación se han replegado. Hacen el elogio de valores grandilocuentes y
a la vez irrebatibles –paz, tolerancia, sostenibilidad, convivencia
entre culturas– de cuya asunción hemos visto que depende que ese espacio
público místico de la democracia formal se realice en algún sitio, en
algún momento. A su vez, esa didáctica –y sus correspondientes
ritualizaciones en forma de actos y fiestas destinadas a sacralizar la
calle, exorcizarla de toda presencia conflictual y convertirla en
“espacio público”– sirve de soporte al tiempo ético y estético que
justifica y legitima lo que enseguida serán legislaciones y normativas
presentadas como “de civismo”. Aprobadas y ya vigentes en numerosas
ciudades son un ejemplo de hasta qué punto se conduce ese esfuerzo por
conseguir como sea que ese espacio público sea “lo que debiera ser”. Ese
tipo de legislaciones encuentran un ejemplo bien ilustrativo en la de
Barcelona, presentada en el otoño de 2005, bajo el tituló “Ordenanza de
medidas para fomentar y garantizar la convivencia ciudadanas en el
espacio público de Barcelona”. Su objetivo: “preservar el espacio
público como un lugar de convivencia y civismo”.
Por
mucho que se presenten en nombre de la “convivencia”, en realidad se
trata de actuaciones que se enmarcan en el contexto global de
“tolerancia cero” –Giuliani, Sarkosy–, cuya traducción consisten en el
establecimiento de un estado de excepción o incluso de un toque de queda
para los sectores considerados más inconvenientes de la sociedad. Se
trata de la generación de un auténtico entorno intimidatorio, ejercicio
de represión preventiva contra sectores pauperizados de la población:
mendigos, prostitutas, inmigrantes. A su vez, estas reglamentaciones
están sirviendo en la práctica para acosar a formas de disidencia
política o cultural que se atreven a desmentir o desacatar el normal
fluir de una vida pública declarada por decreto amable y
desproblematizada.