SANTIAGO ALBA RICO / Diagonal
Hasta el siglo pasado las revoluciones
comenzaban
en París y luego saltaban,
por contagio o emulación,
a otras ciudades y países. Pero, ¿podemos
aceptar que un malestar general,
global, cobre forma a partir
de la periferia y desde una pequeña
ciudad del centro de Túnez se extienda
a este y oeste por el mundo
árabe, luego hacia el norte del Mediterráneo
y llegue hasta España para
seguir después su camino, como la
colillita de Albert Pla, dejando caer
chispas aquí y allá por toda Europa?
Toda tentativa de aislar los acontecimientos,
de juzgar cada situación
específica e irreductible, ignora el
éxito sombrío de la globalización
por encima de las fronteras que el
capitalismo, al mismo tiempo, levanta
entre los pueblos. Quizás no
es una casualidad el que por una vez
una ‘revuelta’ periférica haya adquirido
dimensiones mundiales en la
imaginación colectiva; lo cierto es
que, de Marruecos a Bahrein, de
España a Grecia, de Estambul a
Wisconsin, estas ondulaciones se
inscriben en una misma ‘falla tectónica’
asociada al doble fracaso, económico
y político, del capitalismo.
En una entrevista a un periódico
libanés, el poeta sirio Adonis, conocido
por su visión crítica del mundo
árabe, reconocía que los árabes le
habían sorprendido: “se han sorprendido
incluso a sí mismos”. Nadie
esperaba lo ocurrido, ni en Túnez
ni en España, y esta ‘sorpresa’
constituye en realidad un dato sociológico
común: pobres o ricos, izquierdas
o derechas, en contra o a
favor del statu quo, todos aceptábamos
una desproporción ya incorregible
entre –digamos en términos
clásicos– las condiciones objetivas y
las condiciones subjetivas de la vida
social.
Mientras la crisis avanzaba y
la oligarquía mundial rebañaba todos
los platos, mientras los derechos
laborales retrocedían a un estado
de volatilidad estructural, parecía
bastar una combinación de represión,
religión y consumo –a un
lado y otro del mediterráneo– para
asegurar una despolitización muy
funcional a esta caída libre, sin rozamientos
ni obstáculos, hacia el
abismo. “En cuanto a la juventud”,
dice un escritor, “yo no tenía mucha
confianza en ella. Me imaginaba
que su conciencia política se había
modelado en los valores de nuestra
sociedad de consumo –y nuestra sociedad
está muy abierta a la influencia
de las corporaciones extranjeras
y a los valores occidentales–. No me
imaginaba que tuvieran la conciencia
clara que tienen, ni esa capacidad
de levantarse en defensa de los
principios de la libertad y la democracia”.
Podría ser Julio Anguita o
José Luis Sampedro hablando de
Sol, pero es Sonallah Ibrahim, un
novelista egipcio, hablando de Tahrir.
El desprecio a los jóvenes árabes
reprimidos y el desprecio a los
jóvenes europeos sobornados descartaba
cualquier forma de reacción.
“Poco pan y pésimo circo”, declaraba
una consigna en Madrid que
hubiesen podido firmar en Túnez,
El Cairo, Damasco o Casablanca.
Dueños sólo de sus cuerpos, sin poder
introducir a partir de ellos ningún
efecto en el mundo, los jóvenes
eran siempre niños; contra esta vida
desnuda común –roída por cifras de
paro muy semejantes–, contra el poco
pan y las muchas golosinas, es la
parte más antropológica y más moral
de los ciudadanos la que se ha
levantado reclamando ‘dignidad’.
Pero la dignidad tiene que ver
precisamente con esta conciencia
de estar radicalmente excluidos de
las fuentes de decisión. Y por eso en
un lado y en otro, allí donde la dictadura
es personal y allí donde la dictadura
es estructural, las poblaciones
piden democracia. Lo normal es
que en Túnez y en Egipto hubieran
pedido “el gobierno de Dios”, incorruptible
y seguro, y en España algún
tipo de populismo autoritario.
Tanto han manoseado y malversado
la democracia desde las instituciones
–¡incluso para invadir países!–
que hubiese sido trágicamente
comprensible que se echase la culpa
a la democracia misma de la falta
de democracia. Pero en Túnez y
en Madrid, en Egipto y en Grecia, se
ha desenmascarado con lucidez fulminante
este espejismo de corrupción
lingüística e hipocresía. Ben
Ali, Mubarak, Al-Assad, Ali Saleh,
Al-Khalifa y Gadafi son dictadores,
pero el PP-PSOE, la banca, los mercados,
el FMI y la OMT también. Es
el sistema mismo –nitham– el que
aparece de pronto como incompatible
con la soberanía ciudadana.
En estas condiciones, la redemocratización
del mundo pasa por un
rechazo casi alérgico del liderazgo.
En Túnez y en Madrid, en El Cairo
y en Barcelona, se han cuestionado
de tal modo las fuentes mismas del
prestigio público, asociadas a la
sonrisa trapera, la compra-venta de
imágenes y la promesa incumplida,
que la desconfianza hacia las clases
políticas se radicaliza en una
desconfianza hacia todos los ‘conocidos’
y hacia todos los formatos
convencionales de aparición pública.
En este sentido, frente a la televisión,
centralizadora y jerarquizante,
las nuevas tecnologías y la
información horizontal en la red,
con todos sus riesgos y dobles filos,
se acomodan de manera natural a
una utopía de salvaje democracia
impersonal. Este impulso utópico
tan hermoso, que desnuda la podredumbre
de las dictaduras, constituye
al mismo tiempo uno de los
límites del movimiento.
La paradoja es, sin embargo, que
esta alergia de liderazgo expresada
a través de los medios virtuales ha
tenido un efecto enormemente clásico:
el liderazgo, no de las personas,
no, sino de los ‘lugares’, la recuperación
del espacio físico –la Kasbah,
Tahrir, Sol, Syntagma, La Perla, etc.–
como un eje antropológico irrenunciable.
Quizás en Túnez y en El
Cairo estaba mucho más claro
dónde residía materialmente el
poder enemigo, pero en todas
partes se ha comprendido que
el poder propio se construye en
el centro de las ciudades. En
1789, la Bastilla se ocupó para
liberar a sus presos y destruirla;
en 2011, la Qasba, Tahrir y
Sol se han ocupado para reconstruirlas
y construir en esos
‘agujeros blancos’ seres humanos
libres, es decir, capaces de
reconocerse recíprocamente,
de deliberar en voz alta y de organizarse
de manera responsable.
Demostrando que la responsabilidad,
la solidaridad y la
organización son la ley primera,
la más antigua, la más espontánea,
y que si sólo se descubre
en situaciones de excepción
es porque la ‘normalidad’
es la fuerza constituyente, pero
se pierde inevitablemente una
vez constituida. En Túnez y en
Madrid hemos recordado, en
cualquier caso, de qué materia
están hechos realmente los humanos
y con qué ingredientes
se hacen las buenas constituciones.
Las diferencias, claro, son
enormes: en muertos, en objetivos
concretos, en resultados e
incluso en estrategias. Quizás
la chispa podía haber saltado
en otro sitio y quizás las epidemias
rebeldes, más que revelar
condiciones comunes, ‘comunican’
a los pueblos, unifican
sus anhelos. Lo cierto es que
hoy el mundo árabe descubre
de nuevo su unidad geográfica,
política y cultural; y lo cierto es
que hoy el Mediterráneo, ese
muro de agua que partía en dos
un parentesco histórico, es de
pronto el aura viva de una identidad
colectiva.