Las
personas que coordinan las actividades en la acampada del movimiento
15M en la Plaça de Catalunya de Barcelona me invitaron ayer por la
mañana a hacer una intervención en la plaza Tahrir, uno de los puntos de
encuentro en los que el espacio ocupado ha sido organizado, siguiendo
el plano que aparece en la fotografía que acompaña la entrada, tomada de
http://www.btvnoticies.cat/.
Este fue el texto que empleé como base de lo que expuse públicamente y
de la discusión que se suscitó después sobre las perspectivas que debe
enfrentar la protesta si no quiere desvanecerse a medida que su
protagonismo mediático vaya decayendo.
15M: EL PELIGRO CIUDADANISTA
Manuel Delgado
Todo el mundo parece interesado en esclarecer qué tipo de fenómeno se está produciendo estos días en las ciudades españolas, en plazas como estas, en las que personas como nosotros expresamos nuestro descontento ante la situación que padecemos. Me gustaría profundamente decir y creer que estamos ante un movimiento cuya característica principal, y la fuente de la inquietud que parece generar, tiene que ver con la dificultad a la hora de someterlo a una tipificación clara, resultado de su renuncia a los principios de identidad e identificación propios de un sistema que exige que sus interlocutores se presenten siempre como instancias orgánicas inconfundibles con las que se posible negociar. Un poco, si se me permite, a la manera de aquella canción de La Polla Records que seguro que muchos conocéis: “¡No somos nada! / ¡No somos nada! / Quieres identificarnos, tienes un problema”. Pero eso es lo que me gustaría pensar y decir, pero no estoy seguro de poder hacerlo sin sentir que estoy haciéndoos una concesión injusta, cuyo objetivo sería sólo el de obtener vuestro aplauso.
En
realidad, lo que pienso –y temo– es que esta movilización se pueda
homologar como un episodio más de lo que podríamos llamar el
movimientismo ciudadanista. El ciudadanismo es la ideología que ha
venido a administrar y atemperar los restos del izquierdismo de clase
media, pero también de buena parte de lo que ha sobrevivido del
movimiento obrero. El ciudadanismo se concreta en un conjunto de
movimientos de reforma ética del capitalismo, que aspiran a aliviar sus
efectos mediante una agudización de los valores democráticos abstractos y
un aumento en las competencias estatales que la hagan posible,
entendiendo de algún modo que la explotación, la exclusión y el abuso no
son factores estructurantes, sino meros accidentes o contingencias de
un sistema de dominación al que se cree posible mejorar moralmente. El ciudadanismo no impugna el capitalismo, sino sus “excesos” y su carencia de escrúpulos.
El
ciudadanismo suele concretarse en movilizaciones masivas destinadas a
denunciar determinadas situaciones consideradas injustas, pero sobre
todo inmorales, y lo hace proponiendo estructuras de acción y
organización lábiles, basadas en sentimientos colectivos mucho más que
en ideas, con un énfasis especial en la dimensión performativa y con
frecuencia “artística” o festiva. Prescindiendo de cualquier referencia a
la clase social como criterio clasificatorio, remite en todo momento a
un difusa ecumene de individuos a los que unen no sus intereses, sino
sus juicios morales de condena o aprobación.
Los
movimientos sociales ciudadanistas no dejan de ser revitalizaciones del
viejo humanismo subjetivista, pero aportan como relativa novedad su
predilección un circunstancialismo militante, ejercido por individuos o
colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas muy concretas,
en momentos puntuales y en escenarios específicos, renunciando a toda
organicidad o estructuración duraderas, a toda adscripción doctrinal
clara y a cualquier cosa que se parezca a un proyecto de transformación o
emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso,
acuerdo de heterogeneidades inconmensurables que, no obstante, asumen
articulaciones cooperativas momentáneas en aras a la consecución de
objetivos compartidos.
Esas
formas de movilización prefieren modalidades no convencionales y
espontáneas de activismo, protagonizadas por individuos conscientes y
motivados, pero desafiliados, que viven la ilusión de que han podido
escapar por unos momentos de sus raíces estructurales, desvinculados de
las instituciones, que renuncian o reniegan de cualquier cosa que se
parezca a un encuadramiento organizativo o doctrinal, que proceden y
regresan luego a una especie de nada aestructuda y que se prestan por
unos días u horas como elementos primarios de uniones volátiles, pero
potentes, basadas en una mezcla efervescente de emoción, impaciencia y
convicción, sin banderas, sin himnos, sin líderes, sin centro,
movilizaciones alternativas sin alternativas que se fundan en principios
abstractos de índole esencialmente moral y para las que la
conceptualización de lo colectivo es complicada, cuando no imposible.
No
sé si será casual que una de las figuras predilectas para ese
individualismo comunitarista o de ese comunitarismo individualista,
basado en la sintonía sobrevenida entre sujetos, sea la de la red.
Entonces uno piensa en las virtudes de internet y las formas de
sociabilidad que propicia, paradigma de relación reticular, paraíso
donde se ha podido hacer palpable por fin la utopía de una sociedad de
individuos desanclados y sin cuerpo, en un universo de instantaneidades,
una solidaridad empática basada en el diálogo y el acuerdo sincrónico
entre personas individuales con un alto nivel de exigencia ética consigo
mismas y con el mundo.
Entre otros efectos, este tipo de concepciones de la acción política al margen de la política se traduce en la institucionalización de la asamblea como instrumento por antonomasia de y para los acuerdos entre individuos que no aceptan ser representados por nada ni por nadie. Esta forma radical de parlamentarismo se conforma como órgano inorgánico cuyos componentes se pasan el tiempo negociando y discutiendo entre sí, pero que tienen graves dificultades con negociar o discutir con cualquier instancia exterior, porque en realidad no tienen nada que ofrecer que no sea su autenticidad comunitaria y que es más intralocutora que interlocutora.
El
activismo de este tipo de movimientos se expresa de modo análogo:
generación de pequeñas o grandes burbujas de lucidez e impaciencia
colectivas, que operan como espasmos en relación y contra determinadas
circunstancias consideradas inaceptables, iniciativas de apropiación del
espacio público que pueden ser especialmente espectaculares, que ponen
el acento en la creatividad y que toman prestados elementos procedentes
de la fiesta popular o de la performance artística. Se trata, por tanto,
de movilizaciones derivadas de campañas específicas, para las que
pueden establecerse mecanismos e instancias de coordinación
provisionales que se desactivan después..., hasta la próxima oportunidad
en la que nuevas coordenadas y asuntos las vuelvan a generar poco menos
que de la nada. Cada oportunidad movilizadora instaura así una verdad
comunicacional intensamente vivida, una exaltación en la que la
pesadilla de las relaciones de producción, las dependencias familiares y
los servilismos estructurales que conforman nuestra vida cotidiana se
ha desvanecido por unos momentos o incluso días.
Se
genera así, durante el lapso en que la movilización se producem una
especie de refugio en que vivir una emancipación en última instancia
ilusoria de la gravitación de las clases y los enclasamientos, una
victoria momentánea de la realidad como construcción interpersonal sobre
lo real como experiencia objetiva del mundo.
Lo
que quiero con mi intervención es advertir del peligro de que, en
efecto, la gran movilización en marcha estos días devenga un ejemplo de
este tipo de grandes convulsiones colectivas inspiradas y orientadas por
lo que en la práctica puede ser una mera crítica ética del orden
económico y político que padecemos, estructurado vagamente en torno a
una no menos vaga denuncia de una entidad abstracta, casi metafísica,
que es “el sistema”. En Barcelona hemos conocido varios ejemplos de este
tipo de movilización tan potente como efímera, que se han desvanecido
en la nada en cuanto los medios de comunicación han dejado de atender el
colorista espectáculo que deparaban. Desde luego el movimiento contra
la guerra de Irak en el 2003 sería un paradigma de ello, pero también lo
serían las movilizaciones estudiantiles contra el plan Bolonia en marzo
de 2009, que alcanzaron puntas importantes de dramatismo social, pero
que, al cabo de unas semanas de su algidez en el desalojo del rectorado
de la Universitat de Barcelona, se extinguieron sin dejar tras de sí
otra cosa que un vacio y una inanidad de las que todavía somos víctimas
en las universidades catalanas.
Así
pues se plantea como urgente la cuestión de qué hacer cuanto la
intensidad de la emoción colectiva que nos reúne ahora y aquí se vaya
amortiguando y cuando –y no quepa duda de que esto ocurrirá dentro de
unos días– los medios de comunicación dejen de considerarnos
“interesantes” y los políticos de expresar una cierta simpatía y
comprensión ante el malestar que nos congrega esta mañana. Es la
discusión política y la imaginación colectiva a las que, estos días y en
esta y otras plazas, les corresponde concebir y organizar un camino que
convierta este escándalo ante lo que pasa y nos pasa en energía
histórica.