Quemaron dólares con furia destructiva y bailaron alrededor de esas
fogatas anticapitalistas en unos aquelarres subversivos; organizaron
comedores gratuitos con generosidad no caritativa sino igualitaria;
tomaron la calle con un teatro guerrilla, un teatro de fuerte contenido
brechtiano, que quiso movilizar conciencias y desvirtuar las
esclerotizadas fronteras entre actores y espectadores; montaron las
mayores orgías libertarias de los sentidos rompiendo los tabúes morales y
haciendo trizas las hipócritas convenciones sociales de su tiempo.
Todo
esto, sin miedo a los arrestos, a las críticas, a las maledicencias, lo
hicieron los Diggers, movimiento contracultural muy influyente del
pasado siglo XX, un colectivo de espíritu anónimo, de tintes
milenaristas, que con sus acciones radicalmente originales,
revolucionariamente creativas, buscaron construir en la tierra y no en
el cielo una nueva sociedad más justa, más feliz, más humana. Tomaron su
nombre de unos intrépidos y empobrecidos campesinos ingleses del siglo
XVII, que se apropiaron del derecho a cultivar las tierras baldías de
sus rentistas señores. Ellos, como sus antecesores labriegos, también
socavaron unos siglos después los tambaleantes cimientos del sueño de
los poderosos, carcomidos por la podredumbre materialista, la rémora de
la competitividad y el amargor del belicismo.
En su teatro, los Diggers invitan a «cualquier loco de la calle» a venir a tomar un estofado caliente, a liberar las mercancías en sus tiendas gratuitas, a celebrar la Muerte del Dinero, etc. El teatro de los Diggers borra las fronteras entre el arte y la vida, entre el espectador y el actor, entre lo público y lo privado. Socava la autoridad bajo todas sus formas, sabotea la «identidad mental institucionalizada y fija» de cada uno y combina, en una palabra única y mágica, Free, el rechazo a la sociedad consumista y los deseos de liberación personal.
Hablar hoy en día de aquellos años de liberación, de ese viento orgásmico-revolucionario que sopló sobre San Francisco antes de alcanzar al resto del mundo, significa, en primer lugar, superar lo que la recuperación comercial y mediática propia de la sociedad del espectáculo ha dejado tras de sí, tal una apisonadora de ideas: ideas recicladas como portadas de revista, como eslóganes publicitarios, como rentables éxitos musicales significa superar las flores, el amor, la paz y los collares de cuentas. Significa volver a las primeras horas, antes de que todo se diluyese en ese dulzón almíbar de aroma progre, e indagar en esa alquimia única, en ese original instante histórico con sabor a libertad y rebelión que todavía hace estremecer, cuarenta años más tarde, a los hijos de la crisis… Pues hubo, desde luego, un más allá, o mejor, un más acá, una extrema condensación que hizo de un barrio minúsculo el lugar en el que, durante dos años, convergieron centenares de miles de jóvenes con la descabellada idea de vivir de una forma distinta de la que el American way of life, entonces en su apogeo, proponía al resto de la humanidad como modelo de civilización.
Todo se concentró en el barrio de Haight Ashbury, a la sazón abandonado, en la linde con el barrio negro —y pobre— de Filmore, al borde del inmenso Golden Gate Park. Tan sólo algunas calles que se disponían a entrar en la leyenda gracias al efecto cruzado de su proximidad con Berkeley, centro de la protesta estudiantil, y de una configuración topográfica, urbanística e histórica que lo convertían en la cuna ideal de la contracultura.
Todo se precipitó en la primera mitad de los años 60 bajo la presión de una juventud sobredimensionada, masivamente escolarizada y con suficiente dinero para oponerse al chantaje disciplinario del salario, y que, sin avisar, rechazaba en bloque a la Great Society, la sociedad de la prosperidad y del conformismo pequeño-burgués, cuya imagen los medios de comunicación (ahora ya de masas) difundían por el mundo entero.
Todo se aceleró con la rebelión de una generación que eligió marchar por los derechos civiles junto a los hermanos negros, en lugar de hacerlo en las filas de los g.i. contra el pequeño pueblo de Vietnam.
Aquí, en la comuna libre de Haight Ashbury, los Diggers van a practicar el life-acting, el teatro de la acción de la vida, manipulando el doble sentido del verbo to act, representar y actuar, combinando la práctica de la acción directa del anarquismo con la representación y la actividad teatrales. Se van a convertir en el alma de Haight Ashbury, en su conciencia política y en su ambición revolucionaria.
Aquí comienza la leyenda de los Diggers de San Francisco…
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Septiembre de 1966, los Diggers de San Francisco entran en escena.
Con su teatro de calle, se apropian del pequeño barrio de Haight
Ashbury, transformando a la juventud allí reunida, gracias a la fuerza
atractiva de sus actuaciones y al verbo contestatario de sus octavillas,
en una multitud activa ganada para la subversión. Hippies porque viven
entre los hippies, consumidores, como ellos, de drogas alucinógenas como
vía de emancipación, los Diggers, camellos de «ácido social», escupen
vitriolo sobre esta comunidad mitificada por los medios, maldiciendo su
apoliticismo y el individualismo extático de su llamada revolución
psicodélica.En su teatro, los Diggers invitan a «cualquier loco de la calle» a venir a tomar un estofado caliente, a liberar las mercancías en sus tiendas gratuitas, a celebrar la Muerte del Dinero, etc. El teatro de los Diggers borra las fronteras entre el arte y la vida, entre el espectador y el actor, entre lo público y lo privado. Socava la autoridad bajo todas sus formas, sabotea la «identidad mental institucionalizada y fija» de cada uno y combina, en una palabra única y mágica, Free, el rechazo a la sociedad consumista y los deseos de liberación personal.
Hablar hoy en día de aquellos años de liberación, de ese viento orgásmico-revolucionario que sopló sobre San Francisco antes de alcanzar al resto del mundo, significa, en primer lugar, superar lo que la recuperación comercial y mediática propia de la sociedad del espectáculo ha dejado tras de sí, tal una apisonadora de ideas: ideas recicladas como portadas de revista, como eslóganes publicitarios, como rentables éxitos musicales significa superar las flores, el amor, la paz y los collares de cuentas. Significa volver a las primeras horas, antes de que todo se diluyese en ese dulzón almíbar de aroma progre, e indagar en esa alquimia única, en ese original instante histórico con sabor a libertad y rebelión que todavía hace estremecer, cuarenta años más tarde, a los hijos de la crisis… Pues hubo, desde luego, un más allá, o mejor, un más acá, una extrema condensación que hizo de un barrio minúsculo el lugar en el que, durante dos años, convergieron centenares de miles de jóvenes con la descabellada idea de vivir de una forma distinta de la que el American way of life, entonces en su apogeo, proponía al resto de la humanidad como modelo de civilización.
Todo se concentró en el barrio de Haight Ashbury, a la sazón abandonado, en la linde con el barrio negro —y pobre— de Filmore, al borde del inmenso Golden Gate Park. Tan sólo algunas calles que se disponían a entrar en la leyenda gracias al efecto cruzado de su proximidad con Berkeley, centro de la protesta estudiantil, y de una configuración topográfica, urbanística e histórica que lo convertían en la cuna ideal de la contracultura.
Todo se precipitó en la primera mitad de los años 60 bajo la presión de una juventud sobredimensionada, masivamente escolarizada y con suficiente dinero para oponerse al chantaje disciplinario del salario, y que, sin avisar, rechazaba en bloque a la Great Society, la sociedad de la prosperidad y del conformismo pequeño-burgués, cuya imagen los medios de comunicación (ahora ya de masas) difundían por el mundo entero.
Todo se aceleró con la rebelión de una generación que eligió marchar por los derechos civiles junto a los hermanos negros, en lugar de hacerlo en las filas de los g.i. contra el pequeño pueblo de Vietnam.
Aquí, en la comuna libre de Haight Ashbury, los Diggers van a practicar el life-acting, el teatro de la acción de la vida, manipulando el doble sentido del verbo to act, representar y actuar, combinando la práctica de la acción directa del anarquismo con la representación y la actividad teatrales. Se van a convertir en el alma de Haight Ashbury, en su conciencia política y en su ambición revolucionaria.
Aquí comienza la leyenda de los Diggers de San Francisco…
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LOS DIGGERS
Alice Gaillard