El imparable avance de las políticas dictadas por el neoliberalismo
se traduce en un sistemático derribo de las instituciones de protección
social. Pero la sociedad no podrá emprender una rebelión en toda regla
contra estas agresiones mientras la mayoría de los individuos que la
componen no arranquen de sí mismos ese afán por la competitividad y el
lucro que los ideológos neoliberales han sabido inocular en el alma de
las personas. Se trata, en definitiva, de matar al capitalista que
llevamos dentro.
No veáis en estas palabras un discurso moralista. Me tengo más bien
por materialista, en la línea de Demócrito y Epicuro, y por tanto y en
lo esencial, también con la de Karl de las luengas barbas. Si
enriquecerse fuera algo factible, y estuviese al alcance de todo el
mundo, aunque epicúreamente yo lo tuviera por una solemne pérdida de
tiempo vital, no criticaría el auri sacra fames (es mi blog y me pongo
pedante cuando me peta). Pero hace años que aprendí que el capitalismo
es un juego de suma cero. Esto es, lo que gana uno lo pierde otro. De
manera que sólo por la fuerza es posible mantener abierto el casino. Sin
embargo, como la fiebre del ladrillo español ha demostrado, de ilusión
también se vive… aunque sólo el tiempo en que tarda en caerse el
castillo de naipes. Un tiempo inferior a la vida media de cualquier
persona.
Los ideológos neoliberales han sabido inocular en el alma de las
personas ciertas pasiones que no responden a fundamentos materiales, de
los cuales os pondré un ejemplo. En los más de sesenta años que llevo
respirando sobre este planeta siempre he habitado en viviendas ubicadas
en edificios sin ascensor. Lo cual tiene sus ventajas: ayuda a mantener
la forma física y la salubridad cardíaca; y sus desventajas: en caso de
incapacidad física congénita o sobrevenida, las escaleras suponen una
barrera arquitectónica. Hace un año, la comunidad de vecinos del
edificio en el que actualmente vivo, decidió instalar un ascensor en la
finca.
Tras instalarse nuestro flamante elevador de cuerpos, que no de
espíritus, coincidí en el mismo con una vecina que me hizo partícipe de
su entusiasmo ante la novedad tecnológica: “es que ahora nuestras
viviendas se han revalorizado mucho y nos darían más dinero por ellas si
las quisiéramos vender”. Yo no tengo gran interés en poner la mía en
venta, ya que de hacerlo me encontraría con el problema de tener que
comprar otra. Y más vale lo malo conocido. Pero me quedé altamente
sorprendido por el análisis ascensional de esta señora, que apreciaba
más la teórica revalorización de la finca con el nuevo artefacto
mecánico que la mayor calidad de vida que éste aporta directamente
aliviando el esfuerzo de subir equipajes pesados o la bolsa de la compra
diaria. Sobre todo, cuando el inexorable paso de los años haga flaquear
el vigor de nuestras piernas.
Esta distorsión de la realidad la expresó certeramente el poeta
Antonio Machado en su celebérrimo dictum: “es de necios confundir valor y
precio”. Algunos, a título individual, tal vez podamos escapar de la
opresión del Establecimiento, como el partisano de Leonard Cohen (I was
cautioned to surrender / this I could not do/ I took my gun and
vanished). Pero la sociedad no podrá emprender una rebelión en toda
regla contra estas agresiones mientras la mayoría de los individuos que
la componen no arranquen de sí mismos ese afán por la competitividad y
el lucro que los ideólogos neoliberales han sabido inocular en el alma
de las personas. Se trata, en definitiva, de matar al capitalista que
cada uno de nosotros lleva dentro.
No digo que nazcamos con esa impronta congénita, pero sí somos
educados en los valores del capital. Aceptamos forzosamente las leyes
del capitalismo, ya que son las aplicadas por el Establecimiento formado
por la conjunción de los intereses de las élites que monopolizan los
recursos del Estado y del Mercado. Pero ¿por qué si tenemos cuatro duros
nos metemos a inversionistas? Sin reparar en que, tarde o temprano
acabaremos perdiendo en este juego de suma cero.
Un juego al que se prestaron los particulares que compraron casas
para venderlas sin escriturar cuando su precio había subido un 20%. Fue
una histeria colectiva alimentada por el sector financiero que concedía
créditos baratos sobre viviendas sobrevaloradas. Pero cuando la burbuja
pinchó, la banca siempre gana, y expropia a los hipotecados que no
pueden pagar, subasta los pisos por un precio más bajo y los deudores
quedan en la impresentable situación de quedarse sin casa y seguir
debiendo al banco la diferencia entre el precio de subasta y el de la
hipoteca.
Otro ejemplo nítido lo proporciona el papel de los sindicatos en los
fondos de pensiones. Se podría entender que hubiera un Fondo Nacional de
Pensiones en cuya gestión participaran los sindicatos entre otras
instituciones. Pero Comisiones Obreras y la Unión General de
Trabajadores llevan años pactando, en empresas y en el sector público,
fondos privados de pensiones gestionados por los bancos. Entre ellos, el
BBVA, que es el que subvenciona a Barea y resto de inoculadores de
ideología neoliberal sus apocalípticas previsiones sobre el colapso del
sistema público de pensiones.
Invertir en fondos de pensiones no sólo está demostrando no ser un
buen negocio en términos de rentabilidad y seguridad de la inversión.
Tampoco desde un punto de vista social parece aportar grandes ventajas.
Cuando las empresas necesitan capital para ampliar sus horizontes
productivos acuden a los bancos y al mercado de valores para obtener ese
capital. Pero la extendida idea de que la inversión privada se traduce
finalmente en la creación de empleo no siempre resulta ser cierta. Las
principales inversiones que realizan las empresas se destinan a la
adquisición de bienes de equipo que, por su propia naturaleza, resultan
antagónicos al empleo humano. Resulta irónico que los trabajadores, con
su esfuerzo ahorrador invertido en Bolsa, sean sin saberlo quienes
financian las inversiones en capital que, poco tiempo después,
permitirán que las empresas para las que trabajan lleven a cabo una
reducción de plantilla.
El vergonzoso Pacto para la Precarización de las Pensiones Públicas (PPPP)
firmado entre sindicatos y Gobierno es el último (last but not the
least) episodio del proceso de instauración en España del Estado del
Malestar. Se ha querido explicar como una imposición de los mercados que
financian nuestra deuda pública y privada. Pues bien, una considerable
porción de esos mercados corresponde a los fondos de inversión de
pensiones privadas. Con lo que se produce la perversa paradoja de que
fondos de pensiones alimentados con dinero de trabajadores de otros
países presionan para que se precaricen las pensiones públicas
españolas.