Michael Hudson | Sin permiso
Counterpunch, 25 enero 2010
“Hay una alternativa, ni que decir tiene. Y es
que los acreedores en la cúspide de la pirámide económica carguen con pérdidas.
Eso restauraría los intensificados coeficientes Gini de desigualdad de ingresos
y riquezas a los niveles, harto más bajos, de hace una o dos décadas. No
hacerlo, significaría quedar atrapados en un nuevo tipo de tributo de clase
extractor internacional, muy parecido al que impusieron los invasores vikingos
de Europa hace mil años al apoderarse de las tierras e imponer un tributo. Hoy,
lo que hacen es imponer cargas financieras a modo de neoservidumbre postmoderna
que amenaza con devolver a Europa a su estado premoderno.”
Letonia y los “Tigres
Bálticos”, ¿modelo para Irlanda, España y Portugal?
"¡Sed como Letonia!”, urgen los banqueros y la prensa
financiera a los gobiernos de Grecia, de Irlanda y ahora, también, de Portugal
y España. “¿Por qué no ser como Letonia y sacrificar vuestra economía para
pagar las deudas que contrajisteis durante la burbuja financiera?” La respuesta
es que no pueden hacerlo, sin sufrir un colapso económico, demográfico y
político que empeorará todavía más las cosas.
Hace sólo un año se reconocía que varias décadas de
neoliberalismo habían destruido la economía estadounidense y la de muchos
países europeos. Años de desregulación, de especulación y de falta de inversión
en la economía real los han dejado con una desigualdad creciente y con una
magra demanda de consumo, salvo la financiada incurriendo en deuda. Pero la
prensa financiera y los decisores políticos neoliberales contraatacaron
sirviéndose de los “Tigres Bálticos” como ariete paradigmático contra las
políticas keynesianas de gasto y contra el modelo de la Europa social soñado
por Jacques Delors.
Los analistas vieron en los resultados de las elecciones
letonas del pasado octubre una vindicación de la eficacia de la austeridad para
resolver la crisis económica. El mantra habitual –recitado nuevamente hace poco
por The Economist— es que el honrado
y taciturno primer ministro letón, Valdis Dombrovskis, ganó la reelección en
octubre pasado, a pesar de haber impuesto las políticas fiscales y de
austeridad más duras jamás adoptadas en tiempos de paz, porque un electorado
“maduro” se habría percatado de su perentoria necesidad y desafió a la
“sabiduría recibida” votando a un gobierno de austeridad.
El Wall Street Journal
ha publicado no pocos artículos a favor de este punto de vista. En el último de
ellos, Charles Doxbury abogaba por una estrategia letona de devaluación interna
y austeridad como modelo a seguir por las naciones europeas en crisis. La idea
más comúnmente argüida es que la caída libre de Letonia (la mayor entre todas
las naciones desde la crisis de 2008) ha tocado finalmente fondo y que la
recuperación, aun si muy frágil y harto modesta, está en camino.
Esa idea atrae a los banqueros que buscan evitar quiebras en
la deuda privada y pública, en la esperanza de que la austeridad pueda llevar a
la recuperación económica. Pero el modelo letón no es imitable. Letonia carece
de un movimiento obrero con voz, y apenas cuenta con una modesta tradición de
activismo que no se base en la etnicidad. Al contrario de lo que suele figurar
en la prensa, sus políticas de austeridad distan mucho de ser populares. Las
elecciones giraron en torno de asuntos étnicos, no fueron un referéndum sobre
la política económica. Los étnicamente letones (la mayoría) votaron por
partidos étnicamente letones (la gran mayoría, neoliberales), mientras que la
considerable minoría rusófona (30 por ciento) votó con análoga disciplina por
su partido (vagamente keynesiano).
Veinte años después de la independencia, las consecuencias
de la emigración rusa a Letonia bajo la ocupación soviética siguen configurando
las pautas del sufragio. A menos que otras economías puedan utilizar divisiones
étnicas similares como cobertura de distracción, los dirigentes políticos que
se propongan políticas de austeridad de tipo letón están condenados al
naufragio electoral.
Aunque la crisis económica fue lo suficientemente profunda
como para sacar a la calle a una población despolitizada en el invierno de
2009, el grueso de los letones no tardaron en hallar el camino de menor
resistencia en la pura y simple emigración. La austeridad neoliberal ha
generado pérdidas demográficas mayores que las deportaciones de Stalin en los
años 40 (esta vez, empero, sin pérdida de vidas). A medida que los recortes en
educación, asistencia sanitaria y otras infraestructuras sociales básicas
amenazan cada vez más con socavar el desarrollo a largo plazo, los jóvenes
prefieren la emigración al sufrimiento en una economía sin puestos de trabajo.
Más del 12% de la población total (y un porcentaje mucho mayor de su fuerza de
trabajo) trabaja ahora en el extranjero.
Por lo demás, los niños (los pocos que hay, habida cuenta
del desplome de las tasas de matrimonio y nacimiento) han quedado atrás, en
situación de orfandad; lo que ha llevado a los demógrafos a preguntarse por las
posibilidades de supervivencia de este pequeño país. De modo, pues, que, a
menos que otras economías europeas devastadas por la deuda y con poblaciones
muy superiores a los 2,4 millones de habitantes de Letonia puedan encontrar
mercados de trabajo que acepten a sus trabajadores desocupados como
consecuencia de la austeridad financiera; a menos que eso ocurra, esta opción
será inviable.
El crecimiento de un 3,3% previsto para Letonia en 2011 se
menciona como prueba adicional del éxito de un modelo de austeridad que habría
estabilizado tanto su crisis de mala deuda como su crónico déficit comercial
financiado con préstamos hipotecarios en moneda extranjera. Dado que el PIB
cayó un 25% durante la crisis, con tamaña tasa de crecimiento se tardaría una
década entera sólo para recuperar las dimensiones de la economía letona de
2007. ¿Cómo habría este “rebote del gato muerto” [1] resultar suficientemente atractivo e inducir a otros Estados de
la UE a lanzarse por el despeñadero fiscal?
La economía comparada, de todo
punto política
A despecho de sus desastrosos resultados económicos y
sociales, lo cierto es que el trauma neoliberal letón es idealizado por la
prensa financiera y los políticos neoliberales, a fin de imponer austeridad en
sus propias economías. Antes de la crisis global de 2008, los “Tigres Bálticos”
eran celebrados como la vanguardia de las economías de libre mercado de la
Nueva Europa. Los críticos de ese “milagro” económico –fundado en préstamos en
moneda extranjera para financiar la especulación con propiedades y la
adquisición de bienes públicos en proceso de privatización— fueron ninguneados
y despreciados como obstinados negadores.
Y ahora, sin perder comba, los comentaristas de turno se avilantan a
presentarnos la opción letona por la austeridad como una política ejemplar para
otras naciones.
La opción letona sirve a distintos señores. Permite a la
prensa financiera seguir disparatando con la autocorrección de los mercados y
con la idea de que la austeridad trae consigo prosperidad. El Banco central
letón (respecto de cuya estridencia neoliberal, dicho sea de pasada, hasta el
FMI ha expresado preocupación) desea una vuelta torera de honor que le absuelva
de la puesta por obra de unas políticas que imponen sufrimiento masivo al
pueblo letón. Y Washington y los neoliberales de la Unión Europea desean que
otros países hagan suya la versión letona de la “Puerta Abierta” de China,
cohonestada con un sistema dickensiano de protección social. La apertura a la
penetración económica es el criterio de medida, y los bálticos la exhiben grado
superlativo; ergo, son “exitosos”,
con independencia de lo bien o mal que su economía subvenga a las necesidades
de su pueblo.
Dada la proximidad entre Letonia y Bielorrusia, es
iluminador comparar el modo en que los neoliberales han evaluado sus economías.
Letonia sufrió el peor colapso económico europeo en 2008 y 2009, con un
continuado desempleo de dos dígitos. Su economía no experimentará crecimiento
hasta el presente año (2011), y es lo más probable que el modesto crecimiento
experimentado siga acompañado por una tasa de desempleo de dos dígitos. Una
fracción enorme de su población ha evacuado el país, dejando atrás niños al
cuidado de parientes, si no valiéndose por sí solos. La vecina Bielorrusia, que
cuenta con pocas de las ventajas geográficas letonas (puertos y costas), tiene
un PIB no mucho más bajo que el de Letonia. Bielorrusia experimentó un auge con
tasas de crecimiento de doble dígito antes de la crisis, y mantuvo a su
economía en el pleno empleo durante la crisis, muy lejos del colapso del 25%
que desbarató a Letonia.
Bielorrusia tiene también un coeficiente de Gini (índice de desigualdad)
aproximadamente a la par con Suecia, mientras que Letonia se acerca más a los
crecientes niveles de desigualdad que ahora caracterizan a los EEUU.
Y sin embargo, Letonia es declarada un éxito, y Bielorrusia,
un fracaso. El World Factbook de la
CIA recuerda a sus lectores que el buen rendimiento económico bielorruso
ocurrió “a pesar de los escollos de una inflexible economía centralmente
dirigida”. Tal es la caracterización corriente de Bielorrusia. Pero lo que
habría que preguntarse es si lo que su éxito refleja no son precisamente las
virtudes de su planificación central. Letonia ha generado mayor libertad política
para sus disidentes, pero Bielorrusia tiene menos desigualdad económica y menor
deuda exterior.
Todas las economías que han existido en la historia han sido
economías mixtas. No estamos defendiendo a la prensa del Camarada Lukachenho,
ni menos su política represiva en Bielorrusia. Simplemente, no nos vamos al
extremo opuesto de aplaudir el modelo neoliberal letón. Se puede criticar el
sistema político bielorruso, sin tragarse la oligarquía electoral en que
consiste la vida política letona. Pero, ganen o pierdan en materia de
resultados económicos, el caso es que la prensa y los académicos occidentales
proclaman ganadores a Letonia a y los hambreados Tigres Bálticos, mientas que
Bielorrusia, sean los que quiera sus rendimientos económicos, sean los que fueren
su méritos, es declarada perdedora. No se verá una sola mirada de comparación
objetiva entre las economías de los dos países; nadie se molesta en examinar
sobriamente dónde tienen éxito y dónde fracasan (también por sectores) con la
vista puesta en las lecciones de todo ello derivables. Las comparaciones
económicas son de todo punto políticas.
No estamos culpando a la nación letona por los crueles
experimentos políticos neoliberales a que está siendo sometida; lo que está en
cuestión es la comunidad global de decisores políticos, de intelectuales y de
parte de las propias elites letonas: su persistencia en proseguir esa política
fracasada y aun recomendarla a otros países como vía al crecimiento económico
(cuando de lo que se trata es de un suicidio económico y demográfico). El
pueblo letón sufrió las consecuencias devastadores de las dos guerras mundiales
y de dos ocupaciones, lo que el neoliberalismo ha venido a coronar con la
desmantelación de su industria y el hundimiento cada vez más profundo en la deuda
–¡en moneda extrajera!— desde el logro de su independencia en 1991. El
neoliberalismo ha generado una pobreza tan honda, que ha causado un éxodo de
proporciones bíblicas al extranjero. Llamar a eso un paso económico hacia
delante y una victoria de la razón económica no puede menos de recordarle a uno
la caracterización que de las victorias militares imperiales romanas puso
Tácito en boca del cabecilla celta Calgacus antes de la batalla de Monte
Graupius: “Desertizan, y lo llaman paz”.
A lo largo de los varios años que
ambos llevamos visitando Letonia hemos sido testigos de un pueblo
industrioso y talentoso, rebosante de gentes integérrimas aun inmersas en un
medio corrupto. Lo que nos proponemos aquí es explicar por qué el fracasado
“modelo letón”, lejos de entenderse como una política a imponer quieras que no
a Irlanda, Grecia y otros países
europeos deudores, debería verse como un aviso de lo que otros países han de
evitar a toda costa. Los dos hemos trabajado en la misma Letonia con el
propósito de estimular allí un cambio de política. Lo que, después de todo,
anda ahora en juego es el futuro de la democracia social europea y la
continuación de la paz en una región devastada por guerras durante un milenio
antes de 1950.
La Unión Europea nunca
desarrolló mecanismos sostenibles de transferencia de capital desde sus
economías más ricas hacia los países más pobres, especialmente en la periferia
El problema es que las dificultades económicas europeas
arraigan no solamente en la prodigalidad, como comúnmente sostienen la prensa
económica y muchos políticos; la deuda es una consecuencia de faltas
estructurales financieras, económicas y fiscales en el diseño de la Europa
postsoviética. En substancia: la Unión Europea nunca desarrolló mecanismos
sostenibles de transferencia de capital desde sus economías más ricas hacia los
países más pobres, especialmente en la periferia.
El orden de Bretton Woods tras la II Guerra Mundial fue
parte de un sistema más hacedero de préstamos de reconstrucción y
transferencias de capital entre una Europa rota por la guerra y los EEUU. La
ayuda del Plan Marshall, acompañada de controles de capital e inversión pública
para estimular el desarrollo económico y la independencia monetaria, permitió a
las economías nacionales de la Europa occidental comprar importaciones
procedentes de los EEUU y, al mismo tiempo, construir su propia capacidad
exportadora y aumentar sus niveles de vida. No es que el sistema careciera de
tachas, pero el deseo de evitar el anterior ciclo hemisecular de depresión
económica y guerra (así como las crecientes preocupaciones dimanantes de la
Guerra Fría) llevó a las economías de la Europa occidental a desarrollarse y
sentar las bases de una ulterior integración continental.
El período post-Guerra fría luego de 1991 refleja pautas
similares de subdesarrollo en la relación entre la Europa occidental rica y sus
socios más pobres del Este y el Sur europeo. En vivo contraste con lo hecho
tras la II Guerra Mundial, no se forjaron estructuras institucionales que
confirieran a estas últimas economías capacidad de autosostenimiento. Al
contrario: lo que consiguió el endeudamiento en moneda extranjera
–señaladamente, en préstamos hipotecarios para la vivienda—, sin poner por obra
los medios para su devolución, fue
el resultado exactamente opuesto.
Hoy, los Estados más ricos de la UE son economías
manufactureras de alto valor añadido. La ampliación de la UE hace veinte años
quedó marcada por unas exportaciones y unos créditos bancarios crecientes desde
esas naciones ricas hacia las que han llegado a ser las economías en crisis de
nuestros días; quedó marcada, por lo mismo, por unos crecientes niveles de
deuda en el contexto de ventas y liquidaciones privatizadoras sin impuestos
progresivos al ingreso y con unos reducidos impuestos a la propiedad de bienes
raíces (un factor, este último, de la mayor importancia para entender las
burbujas inmobiliarias). Durante esta pasada década, los países bálticos y de
la Europa del este han financiado el grueso de su déficit comercial con
préstamos procedentes de bancos suecos, austríacos y de otros países contra el
colateral de bienes raíces e infraestructuras, que se compraban y recompraban
con una deuda apalancada creciente. Eso no permitió sentar las bases y poner
los medios para la devolución de esas deudas, salvo con una burbuja
inmobiliaria continuamente hinchada que permitiera sostener los empréstitos en
moneda extranjera con un volumen bastante a cubrir los crónicos déficits
comerciales y las no menos crónicas fugas de capitales.
Lo que han hecho ahora los Estados bálticos es equilibrar su
balanza por cuenta corriente, no produciendo más bienes y servicios, sino
empobreciendo a su población. Sus planificadores neoliberales han destruido el
consumo, no para crear capital para invertir, sino para pagar deudas a
banqueros extranjeros. Así es como se están ajustando a la interrupción de los
flujos de capital entrante procedentes de los bancos extranjeros, ahora que el
préstamo generado por la burbuja inmobiliaria se ha secado. (Recuérdese, dicho
sea de paso, que este préstamo exterior generado por la burbuja inmobiliaria
interior fue en su momento calurosamente aplaudido por convertir a sus mercados
inmobiliarios en “Tigres Bálticos” cabalgables por unos bancos que se
enriquecieron con el proceso.) Los banqueros y la prensa financiera pintan este
programa de austeridad diseñado para poder pagar a los bancos como un camino
hacia adelante. Lo que dista por mucho de la realidad. Porque la cruda realidad
es que tal programa hunde a esos países en una marea de títulos de deuda
poseídos por unos acreedores que nunca se preocuparon demasiado por la forma en
que las economías bálticas podrían pagar. Y pagar, sólo pueden hacerlo encogiendo
la economía, emigrando y exprimiendo aún más implacablemente a los
trabajadores.
La carga fiscal gravita mucho más pesadamente sobre el
empleo que en Europa occidental de
hace sesenta años, en el período de su reconstrucción. Los negocios con información
interna privilegiada y el fraude financiero se han extendido por doquiera. Para
colmo, la deuda denominada en euros para los miembros asociados se aseguraba
ingresos en sus propias monedas locales. Y lo peor de todo: los bancos
simplemente prestaban contra bienes raíces e infraestructuras ya existentes, en
vez de financiar el incremento de la producción y la formación de capital
tangible. A diferencia de las subvenciones de gobierno a gobierno del Plan
Marshall, la política del Banco Central Europeo de centrarse en el préstamo
bancario comercial lo único que produjo es una burbuja inmobiliaria. El
préstamo bancario hinchó sus burbujas inmobiliarias y financió una
transferencia de propiedad inmobiliaria, pero no la formación de mucho capital
tangible nuevo que facilitara a las economías deudoras el pago de sus
importaciones. Al contrario: sus deudas crecieron sin que se incrementara su
capacidad de ingresos por el comercio exterior. Resultó, así pues, inevitable
que todo el castillo de naipes terminara por desplomarse.
Al instituir las relaciones económicas de la UE, la teoría
del libre mercado asumió que la inversión directa y el préstamo bancario
proporcionarían el capital necesario para ayudar a las regiones económicas más
pobres a acortar distancias. Ese supuesto se reveló infundado. Los bancos
prestaban contra bienes raíces y otros activos ya existentes, hinchando sus
precios a crédito. Lo que es ahora preciso enjugar es el gasto de deuda y otras
secuelas relacionadas de esta filosofía económica de mente estrecha.
Todo eso sirvió a los grandes exportadores de la UE, pero no
desarrolló una estabilidad de alcance europeo fundada en un crecimiento
económico de mayor envergadura. Sin la amenaza acechante de la guerra o la
intimidación política de Rusia, las naciones más ricas de Europa pusieron proa
a una liberalización comercial y a unas privatizaciones que aceleraron la
desindustrialización en el antiguo bloque soviético. A los miembros de la Europa meridional se les hizo entrar en
la eurozona, con su moneda fuerte y sus estrictas limitaciones en el gasto
público, lo que impidió que esos países pudieran desarrollar sus manufacturas
al modo como en su día habían hecho la Europa occidental y los Estados Unidos.
Ese estado de cosas no podía durar mucho, porque el Este
europeo fue reconstruido de manera tal, que se hizo dependiente de la
importación y quedó financieramente subordinado al Oeste: más, pues, como una
región colonial que como socio de pleno derecho. Y como ocurre con las regiones
coloniales, el Oeste se convirtió en el destino de las fugas de capitales, a
medida que se vendía propiedad inmobiliaria a crédito y los ganancias salían de
las cleptocracias y las oligarquías esteeuropeas y sudeuropeas. La moneda
extranjera con que devolver los préstamos bancarios que estaban hinchando los
precios de los bienes raíces se obtenía tomando todavía más a préstamo a fin de
hinchar todavía más los precios de la propiedad inmobiliaria: la definición
clásica de un esquema
Ponzi. En este caso, los bancos europeos jugaron el papel de nuevos
entrantes en este esquema piramidal, organizando las economíaas postsoviéticas
como una vasta cadena de letras que suministraban el dinero para mantener el
flujo de la espiral alcista.
El problema fue que el crédito sólo se concedía para
alimentar los bienes raíces y para financiar la exportación de bienes de una
Europa occidental dependiente de la exportación (con su Política Agrícola Común
de excedentes de cosechas) a un Este desindustrializado y agrícolamente no
modernizado. La expansiva deuda piramidal tenía que colapsar, porque no se
pusieron los medios para devolverla.
Hubo una vaga esperanza de que los niveles de desarrollo
económico terminaran igualándose en toda la UE, como si el préstamo bancario y
las compras y tomas de control empresarial extranjeras pudieran llevar a una
mayor homogeneidad, y no a una mayor polarización financiera. El problema fue
que la Unión Europea veía a sus nuevos miembros como mercados para los bancos y
los exportadores existentes (lo que incluía también el verlos como base de dumping y precios predatorios para sus
excedentes agrícolas), no como nuevos miembros precisados de ayuda para hacerse
económicamente autosostenibles, ni tampoco como países en los que pudieran
levantarse sistemas financieros nacionales viables por sí propios.
La gran cuestión: o hundir a la
propia economía para pagar la deuda a unos bancos que fueron irresponsables o
cargar a la banca con pérdidas y salvar la prosperidad y una mínima igualdad
social
Dadas las restricciones que el euro pone a sus países
miembros, se comprende que las naciones y los bancos acreedores de la UE
quieran resolver esta crisis con una “devaluación interna”: salarios más bajos,
menos gasto público y recortes en los niveles de vida, es decir, medidas que
posibiliten la devolución de la deuda. Es la vieja doctrina del FMI que fracasó
estrepitosamente en el Tercer Mundo. Diríase que esta doctrina en pleno proceso
de resurrección en Europa.
La política de la UE parece consistir en que los ingresos de
los asalariados y los ahorros de los jubilados rescaten a los bancos de su
herencia de malas hipotecas y otros préstamos que no pueden ser devueltos
(salvo yendo de cabeza a la miseria). ¿Entienden Grecia e Irlanda, y ahora tal
vez también Portugal y España, el modelo que se les está exigiendo emular? ¿Qué
dosis de “medicina letona” pueden llegar a tragar estos países?
Si sus economías se encogen y se hunde el empleo, ¿a dónde
emigrará su fuerza de trabajo? Sin inversión pública, ¿cómo llegarán a ser
competitivos? La vía tradicional para las economías mixtas es el suministro
público de infraestructura a precios de coste o a precios subsidiados. Pero si
los gobiernos, como se dice, “se labran su camino de salida de la deuda”
vendiendo sus infraestructuras públicas a compradores privados que las compran
a crédito (¡con cargas de intereses fiscalmente desgravables!) que lo que hacen
es plagar la economía de peajes extractores de renta, esas economías seguirán
quedando más y más rezagadas y serán aún más incapaces de honrar sus deudas. Y
el atraso en los pagos se resolverá en una curva de crecimiento exponencial del
interés compuesto.
Las naciones y los bancos acreedores de la UE están buscando
resolver la crisis por una vía que no les cueste mucho dinero. Lo mejor, dicen,
dada la imposibilidad en que se hallan las economías en crisis de depreciar su
moneda, es la “devaluación interna” la (austeridad salarial), conforme al
modelo letón. Los bancos y los tenedores de bonos cobrarán a partir de los
préstamos de rescate del FMI y de la UE.
El problema es la austeridad impuesta con los existentes
niveles de deuda. Si los salarios (y por lo tanto, los precios) declinan, la
carga de la deuda (ya suficientemente elevada en términos históricos
comparativos) se hará más pesada. Es lo que sufrieron los EEUU a fines del
siglo XIX, cuando el nivel de precios fue inducido a la baja para “restaurar”
el oro a su precio anterior a la Guerra Civil (y anterior, pues, al billete
verde). El candidato presidencial William Jennings Bryan se desgañitaba
crucificando al trabajo en la cruz del oro en 1896. Es el mismo problema que
había experimentado antes Inglaterra, luego del Tratado de Gante que puso fin a
las Guerras Napoleónicas en 1815. Aparte de la miseria y de las tragedias
humanas que se multiplicarán como consecuencia de ella, la austeridad fiscal y
salarial es económicamente autodestructiva. Creará una espiral bajista de la
demanda que llevará al conjunto de la UE a la recesión.
El problema básico es si es deseable para las economías
sacrificar su crecimiento e imponer la depresión –y niveles de vida más bajos—
para beneficio de los acreedores. Raramente en la historia ha sido ese el caso,
salvo en contextos de acrecida guerra de clases. Así pues, ¿qué harán los
letones, los griegos, los irlandeses, los españoles y otros europeos cuando su
trabajo sea crucificado por la “devaluación interna” perdiendo poder
adquisitivo para pagar a los acreedores extranjeros?
Lo que se precisa es un botón de reinicialización de la
filosofía económica y fiscal de la UE. De cómo lidie Europa con esta crisis
dependerá si su historia sigue el curso pacífico de mutuo beneficio y
prosperidad económica tan preciado en los manuales de ciencia económica o la
espiral bajista de la austeridad que tan impopulares ha hecho a los
planificadores del FMI en las economías deudoras.
¿Es esa la senda en la que quiere embarcarse Europa? ¿Ese es
el destino que aguarda al proyecto de una Europa social de Jacques Delors? ¿Es
eso lo que esperaban los ciudadanos de Europa cuando adoptaron el euro?
Hay una alternativa, ni que decir tiene. Y es que los
acreedores en la cúspide de la pirámide económica carguen con pérdidas. Eso
restauraría los intensificados coeficientes Gini de desigualdad de ingresos y
riquezas a los niveles, harto más bajos, de hace una o dos décadas. No hacerlo,
significaría quedar atrapados en un nuevo tipo de tributo de clase extractor
internacional, muy parecido al que impusieron los invasores vikingos de Europa
hace mil años al apoderarse de las tierras e imponer un tributo. Hoy, lo que
hacen es imponer cargas financieras a modo de neoservidumbre postmoderna que
amenaza con devolver a Europa a su estado premoderno.
NOTA T.:
[1] “Dead cat bounce”, o “rebote del gato muerto”, es
una expresión derivada del dicho inglés común: Even
a dead cat will bounce if it is dropped from high enough! (“Hasta un gato muerto
rebota, si se lo arroja desde la altura suficiente)”, y ha pasado a engrosar la
jerga metafórica del mundo financiero anglosajón actual: apunta a un rebote más
o menos sostenido de un valor o de un título, tras un fuerte y duradero
desplome; pero el valor en cuestión, como el gato, sigue muerto, y yacer inerte
en el suelo es su destino.
Michael Hudson trabajó
como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la
University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of
Long-Term Economic Trends (ISLET). Su dedicación a los problemas de las economías
postsoviéticas, y especialmente la letona, le ha llevado a ser comisionado
recientemente, por parte de la coalición de izquierda letona Centro de la
Armonía, como economista jefe de la Reform Task Force Latvia, un think tank encargado de elaborar una política
económica alternativa para ese país báltico. Es autor de varios libros, entre
los que destacan: Super Imperialism: The
Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How
Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant
Nations (ISLET, 2009).
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Counterpunch, 25 enero 2010