Escrito por LORENZO CASELLAS LÓPEZ En 1990 cobré por primera vez por trabajar en el ámbito de lo social. Hasta entonces había trabajado de forma no remunerada durante dos años como monitor de ocio y tiempo libre con adolescentes y durante otros tres en una escuela de educación de adultos. Y aún estaban muy cerca mis cuatro años de intensa actividad militante en la universidad.
¿Por qué ese cambio en mi vida? ¿Había dejado de tener sentido mi militancia, lo que entonces algunos denominábamos “compromiso social”? Algunos años atrás pensaba que mi implicación social se concretaría al margen del trabajo remunerado, tras las horas de curro vendría el tiempo del compromiso.
Para cuando me pagaron, en cierto Ayuntamiento del área metropolitana madrileña, por coordinar un proyecto, ya había madurado la idea de ganarme el pan haciendo lo que más me importaba: contribuir de alguna manera al cambio social, ¿a la transformación social? –ni recuerdo ya cómo lo formulaba entonces–. En el verano de 1990 había visitado la Nicaragua sandinista –sandinista aún, porque aunque el Frente había perdido las elecciones, todo el entramado social tejido durante sus años de gobierno seguía aún vivo y muy, muy activo–. Allí conocimos –mis compañeras de viaje y yo– algunas experiencias colectivas de gentes que trabajaban de forma remunerada en lo social, pero que en ningún momento dudaban de la implicación de su trabajo en la mejora de la sociedad ‘nica’ e incluso con la revolución sandinista –compruebo ahora en internet que el proyecto que quizás más nos impactó, Cantera, Centro de Comunicación y Educación Popular, sigue aún vivo–.
Al volver, sembramos la semilla de lo que luego fue Catep –en homenaje a la revolución sandinista hicimos del rojo y el negro los colores de nuestro logotipo–, una cooperativa que ha dado muchos frutos en su largo recorrido por la intervención y la economía social madrileña: estuvimos fuertemente implicados en la creación de la Red La Madeja –ver DIAGONAL nº 48– y en la elaboración del I Convenio Colectivo del Sector de Acción e Intervención Social de la Comunidad de Madrid –ahora anulado, pero que ha desencadenado un proceso ya imparable para la regulación de este sector laboral–. Participamos también en un intento –quizás demasiado precipitado como para tener éxito– de renovación en la Unión de Cooperativas Madrileñas de Trabajo Asociado, y nos sumamos con entusiasmo a Coop 57 –el germen de banca ética que otras compañeras habían puesto en marcha–.
He elaborado reglamentos de participación ciudadana, he contribuido a la formación de varios cientos de profesionales de la intervención social y miembros de asociaciones y colectivos –incluso he organizado multitudinarios congresos del sector–, he dinamizado procesos participativos en varios municipios, he asesorado y apoyado a varias decenas de emprendedoras en el ámbito cooperativo, he intentado compartir lo que iba aprendiendo a través de artículos –generalmente relacionados con la participación en distintos niveles: la dinamización de grupos, la economía social, la integración entre población autóctona e inmigrante…– y de muchos materiales formativos, he intentado contribuir a la mejora de las prácticas de la Administración pública y de algunas organizaciones sociales participado en la reorganización de servicios y evaluando y diseñando proyectos de intervención…
¿Me he vendido al sistema por cobrar un salario haciendo esto? ¿Realmente he contribuido de alguna manera a transformar mi entorno? Ciertamente no he cambiado el mundo, he aportado algún grano de arena para que las cosas sean de otra manera, me he sumado a otras personas con energías e intenciones similares a las mías para intentar mostrar que otra forma de hacer es posible. En muchas ocasiones el trabajo queda en un cajón o apenas atraviesa las puertas de una sala de reuniones o de un aula. Es una aportación modesta, sin duda, pero no siento que haya traicionado ningún principio por comer, pagar el alquiler, mis copas y mis viajes con el dinero que gano trabajando en esto. Creo que me hubiese sentido menos consistente permitiendo que otras personas generasen plusvalía con la fuerza de trabajo que yo les vendía, y limitando mi militancia al horario extra laboral. Trabajar en intervención social y hacerlo de forma remunerada –lo cual significa en última instancia que tu salario procede del erario público– conlleva muchas contradicciones: los intereses de la Administración se acercan más, con frecuencia, a los del gran capital que a los de la ciudadanía. Por supuesto que, en ocasiones, quienes trabajamos en esto somos utilizados para apaciguar los ánimos, para apagar fuegos que quién sabe lo que podrían incendiar y renovar. Pero también peleamos por construir otros modelos de organización social, por convertir en derechos objetivos muchos que hoy son considerados sólo subjetivos.
Nadar entre dos aguas, caminar por el filo de la navaja, requiere mucha atención, cierta pericia y un constante ejercicio de autocrítica para no desviarse del referente utópico que perseguimos con nuestro trabajo. Tampoco es muy diferente cuando militamos en organizaciones que con frecuencia son instrumentalizadas y en ocasiones convertidas en mano de obra gratuita al servicio de los intereses de la Administración y de los grupos de poder.
Merece la pena intentarlo. Merece la pena intentar integrar la dimensión laboral de nuestra vida con nuestros deseos de mejorar el planeta y la vida de quienes lo habitamos.
Merece la pena luchar porque la intervención social no quede en manos de las grandes corporaciones que sólo buscan prestigio social y asegurarse como clientes a las organizaciones públicas. Merece la pena empapar de carácter transformador los proyectos sociales que se desarrollan con dinero público. Merece la pena aliarse como profesionales con quienes desde la propia Administración y desde las organizaciones y movimientos sociales promueven el reconocimiento de nuevos derechos y una distribución más justa del poder, de la riqueza y del conocimiento.
Siempre me he considerado un servidor de lo público, en el mejor sentido de la palabra: lo público es lo de todos, lo de todas, lo que responde a los intereses generales. Aportando mi fuerza de trabajo y mi cualificación profesional. Sin renunciar a mis propuestas.