Escrito por Juan Francisco Martín Seco | Público
Con la pretensión de justificar el que, a la hora de subir los impuestos, haya sido el IVA el elegido, ha retornado un argumento ya viejo pero no por eso menos falaz. Los inventores de la nueva progresía intentan convencernos de que la función redistributiva del Estado no debe realizarse mediante los ingresos sino únicamente a través del gasto público. Bien es verdad que al mismo tiempo –con la excusa del déficit, de Europa y la presión de los llamados “mercados”– va calando una concepción de los bienes y servicios sociales más bien raquítica, tendente a minimizarlos y dejarlos reducidos a los de extrema necesidad. Incluso se cuestiona de manera demagógica y tramposa la razón de por qué el Estado tiene que sufragar la educación o la sanidad de los ricos.
Es importante no confundir el Estado de beneficencia con el Estado social. El primero da por bueno el reparto de la renta que realiza el mercado, por lo que no se plantea la necesidad de ninguna actividad redistributiva y, en consecuencia, aboga por la eliminación de los impuestos progresivos. Eso sí, defiende, con una visión paternalista, la procedencia de contar con ciertas prestaciones básicas para aquellas capas de población más desfavorecidas. Se plantea como un problema de humanidad, de filantropía, de caridad si se quiere, pero no de justicia. El desenlace es evidente. Si los servicios públicos quedan destinados exclusivamente a los pobres, se irán deteriorando de forma progresiva, puesto que desaparecerá la presión social para mantener su calidad.
El Estado social, por el contrario, cuestiona el resultado distributivo del mercado, consciente de su radical inequidad y del efecto acumulativo que produce en la riqueza, acumulación que puede terminar por poner en peligro el sistema democrático y la propia actividad económica. La función redistributiva del Estado, y dentro de ella la imposición directa, se convierte así en un elemento esencial. Además, dado el enorme desequilibrio social creado por el mercado, se considera imprescindible que, al menos en determinadas prestaciones básicas como sanidad, educación, etc., el Estado garantice la igualdad. Los servicios públicos deben ser universales.
No está mal pagar la sanidad o la educación a las clases altas: incluso es conveniente, con tal de que al mismo tiempo tengan que contribuir fuertemente por renta, patrimonio y sucesiones.
Artículo publicado en Público.