El concepto de comunidad, acuñado en el siglo XIX por Ferdinand Tönnies, sigue constituyendo el sustrato del pensamiento de la vida cotidiana, pero también de formulaciones teóricas y políticas. En particular, está detrás de la idea de mediación comunitaria, con la que nos proponemos nuevas utopías de autogestión de los conflictos. Sin embargo, el marco social en el que se creó el concepto ha cambiado profundamente, sobre todo a partir de los últimos 40 años al calor de la llamada “globalización”. El artículo de Grabriela Rodríguez Fernández (en Polis) explora estos cambios, y sugiere hacia donde pueden abrirse las nuevas interpretaciones, mostrando además cómo estos afectarían a la mediación comunitaria.
Introducción
Hacia fines del siglo XIX, en el marco del proceso de urbanización y al calor de la industrialización (y proletarización) creciente de las sociedades occidentales, Ferdinand Toennies publicaba su libro “Comunidad y Sociedad”1; allí proponía la antítesis conceptual de ambas formas de compartir tiempo y espacio: mientras la comunidad sería un cuerpo vivo (metáfora orgánica) articulado en torno a una forma similar de hacer la vida y el destino, la sociedad sería un constructo artificial (metáfora mecánica) conjuntado en función de unos intereses coyunturales. Esta forma de pensar los conjuntos humanos impregnó la teoría social durante prácticamente todo el siglo XX, y aún constituye el sustrato más o menos oculto de análisis sociopolíticos, jurídicos y del mundo de la vida cotidiana. Sin embargo, tal como ya el propio Toennies lo veía, el mundo humano del que se predicaban aquellos conceptos tenía unas características muy concretas, características que han cambiado sustancialmente y ese cambio justifica un volver a pensar los conceptos.
Las ideas son el punto de apoyo desde el que movemos el mundo, las herramientas con las que construimos las utopías que guían nuestro actuar y con las que deconstruimos las distopías que se nos proponen; si la mediación comunitaria es uno de esos sueños placenteros hacia los que algunos nos dirigimos, deberíamos volver a pensar qué estamos soñando.
Teoría sociológica y contexto social
Toennies, como Durkheim, Marx, Weber, Schutz y Parsons, escribieron en un contexto en el que la gente se establecía en los centros de las ciudades buscando un lugar donde vivir y trabajar, y en el que “trabajar” implicaba las más de las veces insertarse en la vida industrial, capacitarse para crear un objeto mediante la utilización de las máquinas y estabilizarse en ese empleo mediante el cumplimiento de una serie de pautas de comportamiento relativamente constantes. Esto creaba, a su vez, lazos con el lugar físico y con los compañeros de trabajo, lazos que fundaban la posibilidad de sentirse parte de una comunidad, compartiendo tiempo y espacio (Petras). Esas formas de producción de cosas pero también de re-producción del mundo físico y mental, que han sido llamadas fordismo, se mantuvieron, con variaciones, hasta la crisis del petróleo de los años 70’ del siglo pasado.
Hoy en cambio, las áreas céntricas de las ciudades tienen pocos habitantes, y éstos no tienen trabajo. Los empleos están ligados al sector de los servicios y son precarios: la calificación para ocuparlos debe reciclarse permanentemente, a la luz de los cambios en la demanda. Y los espacios habitables, cada vez más divorciados de la experiencia subjetiva del habitar (más cochera, menos hogar -Illich 1998:48-6), siguen la lógica de la mutación espacial impuesta por la flexibilidad del mercado de trabajo: son anodinos, uniformes, inapropiables, marginales y, aún así, cada vez económicamente más inalcanzables. Trabajo mutable y alojamiento precario y cambiante parecen ser las coordenadas de una sociedad en la que ligar el ser con el espacio físico y social deviene cada vez más difícil.
Además de la situación de la habitación y el trabajo, existe un tercer factor que diferencia nuestra época de aquella en la que surgieron y se consolidaron las teorías sobre la comunidad: la migración transfronteriza masiva. En efecto, aún cuando en los años de oro del industrialismo las ciudades alojaban grupos de inmigrantes, su número y sobre todo, su diversidad, era limitada. Tal vez con la excepción de EEUU, los países centrales recibían grupos étnica y culturalmente similares a los de sus propias poblaciones; además tales grupos de inmigrantes exógenos se mezclaban con un número muy considerable de migrantes internos (movimiento campo-ciudad); ambos quedaban parificados en sus necesidades y en su deseo de progresar en un ambiente que les era igualmente hostil. Por lo demás las regulaciones legales de la inmigración, que no se pusieron en vigor prácticamente hasta después de la Iº Gran Guerra eran también un factor de relativa igualación: de cara a la entrada en el mercado de trabajo y al reclamo de derechos, los obreros estaban entre sí en parecidas (y malas) condiciones.
Hoy los transportes han incrementado la capacidad de desplazarse de un punto a otro del mundo, tanto para las personas como para las empresas; a la vez, los medios de comunicación masivos “trasladan” a cada punto del globo las imágenes de otros lugares, haciendo posible la comparación entre el entorno vivido y el entorno en el que otros viven, chance que no existía hace 100 años (Bauman 2001:49). Las personas viajan, y lo hacen más lejos. Plegándose a un movimiento más antiguo en Europa oriental, España ha pasado de tener una paridad de 1 a 1 entre inmigrantes comunitarios y no comunitarios, a tener una diferencia del doble a favor de estos últimos en tan sólo 6 años (1995/20018), y que en los últimos 6 (2001/2007) esta relación se ha disparado en algunas ciudades europeas pequeñas o medianas. Tomando como ejemplo la ciudad de Lerida (centro de Cataluña) para el 2006, de cada 20 inmigrantes empadronados, uno era comunitario, 5 del resto de Europa (países que hasta esa fecha no habían entrado en el ámbito Schenguen), y los 14 restantes eran de África, América o Asia (en ese orden de importancia).
Paralelamente, las regulaciones legales no han dejado de endurecerse desde 1980 (Faron/George 2001:314): en el ámbito de Shenguen resulta hoy prácticamente imposible que quien ingresó sin visa de trabajo/estudio pueda legalizar su situación. En algunos países de Europa se discute la posibilidad de consagrar como delito la inmigración no autorizada administrativamente (llamada “ilegal”), y mientras tanto, el Parlamento Europeo aprueba una directiva por la cual resulta “europeamente” posible tener encerrada a una persona que ha migrado “irregularmente” en centros de alojamiento durante 180 días. Estos dispositivos normativos implican en la práctica la condena a una marginalidad (jurídica, económica y habitacional) que no se relaciona directamente con los ingresos que pueda generar el inmigrante en el país de acogida, sino con su procedencia y con las trabas administrativas y de facto que existan para su entrada “legal”: el ejemplo meritocrático que servía de zanahoria en los novecientos ya no surte efecto.
Las ciudades son hoy escenario de diversidades reales e imaginarias que resultaban incalculables para Toennies. Y de conflictos que no podrán resolverse apelando a la “conciencia colectiva” descubierta/invocada por Durkheim, ni tampoco a las institucionalidades burocráticas de Weber.
Comunidad ¿de qué?
Desde el (relativo) triunfo del Iluminismo, las sociedades culturalmente europeas han intentado que la igualdad del hombre frente al Estado fuera uno de los preceptos rectores. Sin embargo, el Estado de Bienestar que surgió entre guerras y se consolidó después de 1945 debió reconocer, también desde el derecho, las desigualdades sociales y actuar sobre ellas: nacieron así las “discriminaciones positivas”, la idea de una intervención que garantizara si no la igualdad real, sí la de oportunidades. Esta nueva conceptualización de la igualdad dio motivo a otro debate: ¿hasta dónde cabe reconocer la diferencia?. Los conceptos de multiculturalismo (en Europa) y pluralismo (en EEUU) son el reflejo del debate: mientras que en Francia, con su concepto de la laicidad, el habitante (idealmente) se planta frente al Estado “desvestido” de sus convicciones religiosas y de sus particularidades étnicas, en Inglaterra, por ejemplo, se ha optado por un modelo que reconoce y explicita las diferencias entre los grupos, y apuesta por una expresión institucional de ellas. Mientras que en el primer país, por consiguiente, no se habla de comunidades sino de vecindades (San Martín Larrinoa 1997), en el segundo la expresión habitual es la de comunidad para referirse a los grupos con diferencias étnicas o religiosas explícitas.
Las opciones no son simplemente idiomáticas: la cuestión del velo islámico es conflictiva en Francia y poco relevante en Inglaterra; mientras que en el primer país la integración cultural de las terceras generaciones de inmigrantes los hace menos visibles en una primera mirada, en Inglaterra crecen las expresiones de singularismo cultural, a la vez que Londres tiene cada vez más barrios étnicos que algunos sociólogos comienzan a parificar a los guetos norteamericanos (Castells 2003-III:168)14.
Indudablemente la idea de comunidad remite al tener en común, al compartir. En el criterio hijo de Toennies comunidad es compartir vida y destino, o lo que es lo mismo, ser parte de un espacio y un tiempo (presente y futuro) percibido como común. Y es allí, en la percepción, donde los significados cobran protagonismo: si la percepción de si mismo, del otro y del entorno varía de forma importante entre los actores sociales, el compartir se vuelve complejo, porque no se basa en la homogeneidad de miradas, sino que debe ser construido a partir de la diversidad entre ellas -determinadas cultural e históricamente-.
El espacio es el lugar desde el que se sueña y el tiempo es la variable que regula nuestra proyección como seres de proyecto, como entidades de no-ser (Savater 1992) que ambicionan ser otro. A causa de esa ambición humana de ser otro es que necesitamos al otro como parte y como condición del futuro. Pero las diferencias de percepción con el otro con quien se convive y nuestra dificultad para hacer del espacio de alojamiento un lugar habitado hacen cuestionable, con las bases actuales, las posibilidades del proyecto.
La territorialidad (¿un espacio defendible?)
13Dentro de los tres tipos de comunidad definidos por Toennies (de parentezco, de amistad y de vecindad) es el tercero, el de vecindad, el que aparece identificado con nuestra idea actual de comunidad. En el texto original estaba definido así: “Aunque esencialmente basado en la proximidad del habitáculo, el tipo vecinal de comunidad puede no obstante resistir mientras dura cierta separación de la localidad [la unidad más grande], pero en caso semejante habrá de estar sustentada todavía más que antes por hábitos bien definidos de reunión y costumbres ritualizadas.” (Toennies 1973:40). Espacio de proximidad relativamente separado del todo (hábitat) y hábitos, costumbres y ritos comunes eran las claves del espacio vecinal, apropiable por la comunidad. Esta idea ha pervivido por ejemplo, en Illich: “... muchos otros quieren algo distinto: para ellos se trata de instaurar el derecho a un hábitat comunal en el que cada comunidad pueda asentarse y vivir de acuerdo con su propio arte y su propia capacidad.” (Illich 1998:50 - los destacados son nuestros-), y es la base más o menos conciente de nuestra idea de lo comunitario-territorial: lo que es propio de un espacio diferenciado (1) caracterizado por la singularidad (2) que le dan sus habitantes a partir de una capacidad particular de mutar el entorno desde el momento de su asentamiento (3).
Así, la diferenciación del espacio (1) corre paralela a la posibilidad de su apropiación por los habitantes (2), y esta posibilidad depende a su vez de que éstos puedan permanecer un tiempo en ese espacio, asentarse (3). Estos tres elementos son inseparables de concepto de comunidad tradicional, en lo que hace a su relación espacial.
Ahora bien, diferenciación, apropiación y asentamiento son características difícilmente predicables de los espacios urbanos actuales. El aumento del precio de la vivienda hace difícil el acceso a un lugar como propio, tanto porque es difícil comprarlo como porque los contratos de alquiler son cada vez a plazos mas cortos; la oferta laboral desterritorializada impone a la vez el traslado de aquellos con capacidad económica y social de seguirla, y la inmovilidad de los que no pueden desplazarse porque carecen de ella; estos últimos son ciudadanos degradados, que se encuentran fuera del mercado de trabajo, que no pueden transportarse y que tampoco tienen hacia donde. También los medios de transporte se convierten así en un espacio de uso por los integrados, un elemento que los diferencia de los marginales, “fijados” en un terreno, apartados de la movilidad impuesta que caracteriza a quienes tienen un rol en la sociedad del siglo XXI.
Estos factores traen una serie de primeras consecuencias: la combinación de cascos urbanos infra-habitados por no-trabajadores (jóvenes, inmigrantes, ancianos) y ciudades suburbanas dormitorio (Castells, Sennet, Alguacil), donde viven quienes tienen trabajo, pueden pagarse el transporte y tienen un lugar de trabajo a donde ir. Es por eso que el espacio (tanto el suburbano como el urbano) pierde su calidad de social, de lugar habitado y apropiado por un grupo. En este contexto se produce el aumento de la inseguridad y de la conflictividad: las ciudades que se reconvierten en espacios de “uso” y no de vida -los usuarios entran por la mañana, consumen y la dejan desierta por la noche, aunque abierta a los usos de los no-integrados -y paralelamente los suburbios-dormitorio son espacios de no-uso, donde los integrados llegan para encerrarse en sus casas, comer y dormir, para volver a empezar al día siguiente. Aún para las horas de esparcimiento los espacios son no comunes: los parques temáticos, los paseos de compras y las áreas de práctica deportiva están cada vez más fuera de las ciudades, cerradas por vallas que dejan pasar únicamente a quien puede comprar o a quien ha pagado la entrada.
Aparecen entonces las consecuencias de segundo grado: pérdida del espacio compartido, del que es imposible “apropiarse” y considerarlo defendible. Las ciudades o bien se afean, abandonadas o reconvierten sus centros gracias a políticas estatales de subsidios que las transforman en espacios-museo dedicadas al turismo (Frias-Peixoto 2002) que después de la caída del sol, en invierno, se vuelven inseguros. El espacio público se vacía de contenido social, pierde en riqueza y en cantidad de interacciones, se vuelve un espacio socialmente desierto, donde el conflicto se expresa tanto mediante infracciones a las normas de convivencia como a través de la degradación del mobiliario urbano.
Frente a esto, las respuestas que suelen ensayarse en las grandes urbes son parte de la política de prevención situacional: un reforzamiento de la vigilancia tanto personal como electrónica, iniciativas de pronto reemplazo del mobiliario roto, detención/alejamiento/encierro de los desclasados, cercamiento físico de los espacios públicos. Esta política, la de la “tolerancia cero”, a la que es inherente la selectividad, produce un aumento del número de personas prisionizadas/vigiladas que en muchas ocasiones el Estado no puede asumir; de allí a la privatización de los servicios de seguridad y de prisiones hay un solo paso: la llamada “tercerización” de la seguridad es un fenómeno con el que convivimos de forma acrítica en nuestras ciudades. Paralelamente, se produce la creación de zonas cercadas en las periferias (Castells 2001:120), de barrios privados en el interior de los cuáles la seguridad también es provista por la empresa privada y donde la diversidad social, aquella a la que se ve como creadora del conflicto, es suprimida. Espacios no-privados de socialidad desértica, espacios privados de socialidad homogénea; esta es la nueva dualidad, la nueva forma de segregación espacial que aparece en el siglo XXI.
La socialidad (o el compartir valores y percepciones)
Si una base de la comunidad era compartir espacio, la otra era compartir los valores y las percepciones en base a las cuales se actúa en el espacio común. Las comunidades del siglo XIX y principios del XX, con su relativa homogeneidad y con la posibilidad de fraguar valores comunes a partir de necesidades similares, desarrolladas sobre un mismo espacio físico de trabajo y habitación, aún tenían chances de plantearse la integración como un trabajo a largo plazo, una co-construcción de reglas y valores comunes a partir de la interacción.
También en este aspecto nuestra realidad es distinta. La permanente movilidad laboral -vertical y horizontal- que profundiza la polarización social entre integrados y marginales y la necesidad de adaptación permanente al mercado laboral cambiante generan una ruptura de los vínculos de la socialidad laboral e institucional: el trabajador carece de un grupo de referencia formado por sus compañeros, que cambian permanentemente (Sennet 2001 b) y tampoco de estructuras sindicales capaces de defender sus derechos, porque estas no llegan a fraguar en los cortos tiempos de la movilidad. El espacio de trabajo deja entonces de ser un punto de referencia valorativo, y el individuo abandona la posibilidad de (auto)definirse por la tarea que realiza, tanto al interior como al exterior de sus relaciones laborales. Petras (1996) ha mostrado cómo esta mutación impacta también en las relaciones intergeneracionales: los padres no pueden “legar” a sus hijos una forma de vida que les fue propia, pero que está desapareciendo, y los hijos no pueden tomar al padre como modelo de referencia, porque sus recetas para la vida se muestran inhábiles para el éxito social. Aunque este no sea el factor exclusivo, probablemente sea uno de los que intervienen también en la crisis del modelo de familia, otro gran referente de valores en el pasado. Cada vez hay más familias monoparentales fundamentalmente sostenidas por mujeres que enfrentan la tarea de transmitir valores a sus hijos y mantenerlos; el Estado de Bienestar europeo ha reaccionado de forma desigual ante este fenómeno, y en las democracias peninsulares han hecho particularmente mal la tarea (Esping Andersen 1999).
El segundo factor importante a la hora de relatar nuestras diferencias con el siglo pasado es el de la inmigración y la diversidad cultural que comporta esta vez: distintas formas de entender la vida, barreras lingüísticas y religiosas, visualización de las diferencias económicas y educativas entre los oriundos del norte y del sur del globo se enfrentan en el ámbito desocializado de las megaciudades centrales. En el centro de la ciudad conviven dos de los grupos más desocializados: no trabajadores (o trabajadores no integrados) e inmigrantes con una amenaza permanente de marginalidad legal, laboral y política.
En un diagnóstico primario puede decirse que estos factores condicionan la falta de conciencia de grupo en los habitantes del barrio: se produce una lucha excluyente por el espacio, tanto privado como público y un choque entre los que se definen como parte de “la cultura del trabajo” -pasada- y la “cultura del servicio y el ocio” (Castells 1999) -actual-, en la que están inmersos los hijos y los inmigrantes. El choque cultural se compone, entonces, no solamente de un elemento ligado a la pertenencia a otra etnia, sino también de la habituación a otro modelo de vida social, el de la precariedad en la sociedad de la información.
En este contexto, la función mediadora de las instituciones también se encuentra cuestionada. Quienes se identifican como pertenecientes al espacio receptor, buscan en las instituciones tradicionales (ej: asociación de vecinos, sindicatos, etc.) respuestas a su incertidumbre; es esa porción de acaso de la que en el pasado se ocupaba el Estado como ámbito de regulación, y que hoy ya no cubre; dado que las instituciones intermedias no pueden solucionar estos problemas que las exceden, se convierten en receptáculos de “demandas vacías”, que no pueden ser respondidas ni vehiculizadas hacia arriba. A la vez, los grupos más distantes del modelo étnico-cultural con el que la sociedad receptora se autodefine sufren la falta de representación y de institucionalidad reconocida, por lo que sus demandas carecen de vías de expresión “normalizadas”; cuando estas demandas emergen, lo hacen de forma abrupta, buscando el eco que hoy solo aparece cuando se concita la atención de los medios de comunicación masivos. Esta forma de expresión a la que son empujados refuerza su marginalidad, puesto que la sociedad receptora los percibe como un peligro real y simbólico.
Se producen así conflictos intergeneracionales e interculturales y se degrada la calidad de las relaciones intergrupales. En el contexto de problemas de (in)definición de una identidad que se reivindica, el individualismo y el desconocimiento. La respuesta discursiva del Estado a esta situación suele consistir en llamadas a la civilidad y a un tipo de integración que supone la asimilación de la cultura minoritaria -la inmigrante- a la mayoritaria -la local, a la que se supone con una homogeneidad inexistente22-, remedando a las versiones tempranas -de Park y Burgess- de la escuela de Chicago. En este marco no es sorprendente que no exista ya comunidad de valores, sino mas bien demonización del “otro” acompañada de una definición del otro como todo lo no idéntico a quien define, como lo otro peligroso.
La ciudad conflicto del siglo XXI, donde los ciudadanos no habitan y los no-ciudadanos sobreviven mejor que en sus lugares de origen (y por lo tanto, intentan afincarse23) ya no sabe a qué apelar cuando habla de sí misma como una comunidad. Sin embargo se sueña comunitaria, en medio de cámaras de video-vigilancia y apelaciones a una civilidad que niega a los recién llegados.
Diferencia, conflicto y comunidad
La posibilidad de pensar la comunidad hoy se enfrenta a la necesidad de una profunda revisión que comprenda que la diferencia entre los integrantes, la movilidad espacial y social y el manejo de la variable temporal ya no son las mismas. Estamos ante una sociedad que cambia y se mueve a una velocidad que no permite basar la noción de comunidad en la permanencia de espacios ni de valores. El desafío es aceptar que la convivencia entre distintos importa crear nuevas maneras de hacer permeables las estructuras sociales, convertirlas en redes más que en andamios, hacerlas capaces de seguir las transformaciones a la vez que contener, sostener y conectar a aquellos que no tienen lugar en los moldes sociales que sirvieron hace 100 años.
Hoy la opción de perseguir como objetivo el de una comunidad homogénea, como soñaban los funcionalistas (Parsons, Merton, etc.) no es viable. El nuevo tipo de comunidad en el que puede pensarse es el de la comunidad en red, que respete y valore las diferencias y las movilidades.
Mediación comunitaria hacia la integración y mediación comunitaria con el modelo dialógico: dos modelos conceptuales, dos modelos estructurales
Si el concepto de comunidad ha de ser sometido a revisión, la manera de mediar los conflictos comunitarios recibirá el impacto de esa renovación. A manera de herramientas para comenzar un debate, y con el apoyo de Berger (1999), podemos decir que más allá de la forma habitual de resolución de los conflictos, esto es, la imposición de una decisión por la autoridad, hay dos enfoques conceptuales con los que es posible intervenir con espíritu mediador en la gestión de los conflictos. Estos modelos conceptuales tienen a su vez una expresión instrumental: hay dos modelos (ideales24) de organización de la gestión de conflictos comunitarios que responden a ellos, y explicitaremos sus notas organizacionales al final de este apartado. Por lo que hace al nivel conceptual, podemos decir que hay
El primero de ellos, el de la integración, enfatiza el análisis de lo común que hay entre aquellos que contienden: intereses, necesidades, conveniencias, etc., y trabaja mirando al futuro para resolver con base en tales elementos comunes. La idea que planea detrás de estos planteos es nieta de la sociología del consenso y metodológicamente utiliza las pautas de la teoría del juego para conducir una negociación asistida con ayuda de un tercero que se define como imparcial. Se trata de lograr una transacción entre los que disputan, donde ambos cedan en función de sus propios intereses.
La segunda opción, apoyada en una comprensión dialógica del conflicto que incluye la diferencia como valor a partir del cuál se construye, supone un acercamiento a la sociología del conflicto. En el terreno práctico importa a la vez una visión procesalista de la intervención mediadora (en tanto no juzga el contenido valorativo de las soluciones a las que se arriba) y a la vez transformativa: es la experiencia del proceso de revisión y análisis del conflicto emergente y subyacente lo que aporta el índice de movilidad a las partes, y en eso reside la esperanza de su intervención. En la tarea, el mediador contribuye en un primer movimiento a la construcción del discurso diferencial de cada parte, para luego intentar en el segundo movimiento yuxtaponer cada discurso, cuestionando lo construido para dar lugar a una nueva construcción normativa común a ambos discursos -tercer movimiento-. Desde una óptica de construccionismo social podría decirse que se trata de un movimiento de construcción-deconstrucción-construcción de realidades, con la expresión conflictiva como a la vez como centro y como excusa de la revisión. Si la sucesión de intervenciones tiene éxito propiciará la conversión de las visiones estructurales de la sociedad (basadas en roles) en perspectivas más cercanas a la de red, en la que los diferentes se relacionan a partir de vasos comunicantes, de lazos que no cuestionan la identidad, sino que la refuerzan.
La práctica de esta última perspectiva, a nuestro juicio, aportaría elementos de flexibilidad a los grupos donde se aplique, brindando herramientas para enfrentar los cambios, las movilidades y las desigualdades materiales y simbólicas que produce nuestra (a veces) glorificada sociedad de la información. Combinada con una estrategia más amplia de creación de instituciones intermedias alrededor de un programa de mediación comunitaria de estas características podría conducir a la existencia de un soporte social retroalimentado y flexible.
Como decíamos antes, se puede intuir25 que estos modelos conceptuales tienen su expresión instrumental, sobre la que ahora apuntaremos algunas notas. El modelo que hemos llamado aquí de mediación/integración suele:
a) tener una estructura de mediadores profesionalizados,
Es típico que este tipo de modelo lleve adelante un centro con unos días y unos horarios de atenci (...)
b) ligados normalmente a la administración por una estructura funcionarial o a través de la tercerización del servicio26,
c) que intervienen a pedido de la administración, sin recibir casos de demanda “espontánea” ni de derivación comunitaria.
d) sin tener/mantener una relación directa y permanente con el tejido social;
e) sus intervenciones son fundamentalmente reactivas: responden a la existencia de un problema y actúan en ese conflicto puntual y
f) sus resultados suelen medirse en términos del número de acuerdos alcanzados, y la evaluación suele realizarla la administración.
Si hubiéramos de designar este modelo instrumental con un nombre, tal vez podríamos llamarlo “tópico”, en el sentido de que interviene en conflictos aislados.
El modelo conceptual de la mediación dialógica, en cambio, utiliza y necesita de otro tipo de estructura, de otro tipo organizacional. Así, la tendencia a una mediación comunitaria dialógica suele comportar:
a) una estructura de mediadores profesionalizados, que trabaja en conexión con mediadores voluntarios (personas de la comunidad entrenadas brevemente en mediación, alumnos capacitados en programas de mediación escolar, etc.) y con los mediadores naturales de esa comunidad (personas de reconocido carisma, que han desempeñado y desempeñan labores mediadoras habitualmente).
b) no dependientes de la administración en una estructura funcionarial, sino contratados ad-hoc para llevar adelante un centro/proyecto,
c) que intervienen por pedido de los propios involucrados, a demanda de la comunidad o por derivación de la administración (fuente tripartita de casos)27,
d) manteniendo una relación directa y permanente con el tejido social, funcionan en red no solamente con los distintos niveles técnicos de la administración, sino también con la ciudadanía organizada y no organizada;
e) sus intervenciones son preventivas (funcionan para prevenir conflictos), provectivas (intentan remover las causas de los conflictos) y –también- reactivas (respondiendo a la existencia de un conflicto), por lo que sostienen proyectos de intervención sostenida en la comunidad.
f) sus resultados suelen medirse en términos de cantidad de vínculos establecidos con y entre los ciudadanos, y de satisfacción expresada por estos; por ello, la evaluación suelen realizarla los usuarios del sistema, los técnicos que derivan casos, las asociaciones que trabajan en el territorio y los responsables de la administración.
Si una vez más cediéramos a la tentación de denominar este tipo instrumental podríamos llamarlo “territorial”, en tanto intenta poner raíces en el ámbito geográfico donde actúa.
De todas formas, sabemos que estamos frente a bosquejos, a líneas de análisis y de praxis que deben ser profundizadas y puestas a prueba. Una vez más, no es esta la tarea de encontrar un puerto seguro, sino la de preguntarse cómo alzar las velas para navegar mejor y más lejos.
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Notas
1 Publicado en español como “Comunidad y Asociación”, en traducción del alemán de los vocablos Gemeinschat (comunidad) y Gesellschaft (sociedad).
2 Me refiero aquí a la mediación como forma de gestión de conflictos interpersonales e intra o inter grupales, una metodología en la que una persona que se define como ajena al conflicto e imparcial respecto de las partes que en él intervienen, presta su colaboración para evitar que la disputa se cronifique y produzca más dolor, o incluso, en clave preventiva/provectiva, que cause dolor.
3 En referencia a la fábrica de automóviles Ford, que otorgaba a sus obreros no solamente un lugar de trabajo en el que se podía ascender y progresar, sino que también contribuía a la gestión de muchos otros aspectos de su vida (vivienda, transporte, ocio, escolarización, etc.).
4 Para ver los cambios sucedidos a partir de tal crisis, se puede consultar, entre otros, a Rivera Beiras (2004), y la bibliografía por él citada.
5 Este fenómeno es particularmente claro en las ciudades europeas y en algunas ciudades de centro-américa, en las que la zona céntrica suele ser también el casco histórico, con edificios emblemáticos de antigüedad superior a los tres siglos que conviven con viviendas de finales del siglo XIX. Son zonas que en algunos casos se preparan para un uso turístico, y en otros, simplemente se dejan degradar (desde el punto de vista edilicio).
6 Dice Illich: “Sólo en una medida muy limitada se nos permite aún habitar a los hombres de la era industrial. Por lo general, en vez de habitar somos simplemente alojados. ... La habitación se ve reducida a la condición de cochera: cochera para seres humanos en la que por la noche se amontona la mano de obra cerca de sus medios de transporte. Con la misma naturalidad con la que se envasa la leche en cajas de cartón se nos acomoda a las personas por parejas en las cocheras-vivienda. ... Habitar ya no significa dejar una huella de nuestra vida en el paisaje.” En el casco antiguo de Barcelona, Lérida, Madrid o Paris han surgido fenómenos habitacionales como el de la “cama caliente”, en la que una misma habitación es compartida, por turnos, por personas que no se conocen entre si, y que han de esperar a que el otro despierte para poder acostarse.
7 Esta sea probablemente una explicación adicional para el surgimiento de los movimientos de agrupación social, como los sindicatos y las sociedades de socorros mutuos, que en muchos casos acabaron formando los partidos políticos de principios del siglo XX (Leon). También en este aspecto la situación es muy diferente: los sindicatos se encuentran en la encrucijada de defender a sus obreros locales frente a los inmigrantes cuya entrada en el mercado (negro) del trabajo genera mayor precarización y descenso de los salarios (Castells 1999/2003); estos últimos, además, no tienen incentivo alguno para recurrir a grandes aparatos en los que no pueden insertarse legalmente merced a su condición de no-ciudadanos, y por esa misma razón, también ven dificultada la posibilidad de crear institucionalidades propias. Hoy la defensa de los derechos y las conquistas sociales (ya) organizada puede implicar dividir y no unir al proletariado.
8 Mientras que en 1995 tenía un 1,2% de inmigrantes legales, que se repartían por mitades entre comunitarios y no comunitarios, conforme el censo del año 2001 existen 440.000 extranjeros residentes comunitarios, mientras que el número de no comunitarios era de algo más de 857.000 (Anuario Estadístico de España 2002-2003); el cambio también es cuantitativo: los inmigrantes representan el 2,3% del censo. En estos datos además, puede asumirse una infrarepresentación de inmigrantes no comunitarios difícil de calcular; un primer elemento para aproximarse a una cifra más realista podría ser el de los padrones municipales: según ellos el porcentaje de inmigrantes (comunitarios y no comunitarios) sube hasta el 3,6% (Anuario Social de España de la Fundación “La Caixa”, BCN 2003). Los inmigrantes ilegales en el ámbito de Shenguen habrían pasado de 40.000 en 1993 a 500.000 en 1999 (Castells 2003:III-26, citando estadística del Centro Internacional para el desarrollo de la política de inmigración).
9 Los datos de Cataluña muestran una situación algo diferente: de la UE provienen 2 de cada 20 inmigrantes, del resto de Europa, 3 de cada 20, 12 del resto del mundo (América, África, Asia y Oceanía, en ese orden), y en 3 casos no consta el país de nacimiento. Fuente: Instituto de Estadísticas de Cataluña (Idescat).
10 La situación jurídica de un inmigrante de la UE de los 15 (la de los 15 socios anteriores al proceso de incorporación iniciado en 2004) en España es prácticamente idéntica a la de un ciudadano español; la de un polaco, es distinta (para peor), la de un rumano es kafkiana (puede vivir pero no trabajar), la de un iberoamericano es algo mejor que la de un ruso y la de un africano, infinitamente peor que la de todos los anteriores. Por sobre estas diferencias se alza un baremo igualitario: el del grupo económico al que pertenezcan: un magnate ruso no tiene (de facto, pero también jurídicamente) las mismas condiciones de ingreso y permanencia que un ex trabajador de una siderúrgica de la estepa soviética.
11 Emile Durkheim, preocupado por la cohesión social, o mejor dicho, por aquello que la hacía posible, encontró en la “conciencia colectiva” la respuesta a los males de su tiempo: la internalización de los valores como algo compartido con los congéneres garantizaría que una sociedad no se fragmentara. Esta idea descansa en que esos valores, internalizados y compartidos, son idénticos. Esta es una identidad imposible en la diversidad de procedencias y de culturas hoy presentes.
12 No se trata de que los Ilustrados no supieran de las desigualdades reales, sino de que entre ellos quienes triunfaron discursivamente preferían confiar en la teoría del “derramamiento” para hacerles frente. Los perdidosos de la batalla dialéctica dentro de la corriente racionalista del ochocentismo -Marat, Godwin, Paine- reconocían no sólo la desigualdad lacerante, sino que proponían medidas directas contra ella, desde la abolición de la propiedad privada hasta la creación de un embrionario keynesianismo (Polastrou 2004).
13 En los últimos años, después de la revuelta de las banlieues en Francia, y después de los atentados en el centro de Londres, se ha comenzado a discutir que realmente existan dos modelos diferentes de trato con el diferente en uno y otro país; incluso se ha llegado a hablar de guetos parisinos. Loïc Wacquant (2007) explica las diferencias entre una y otra situación, y las explica básicamente en la pervivencia de un cierto modelo de estado benefactor en Europa (incluyendo a Inglaterra), por oposición al derribo del “new deal” en los 70’ en EEUU. No cabe dejar de lado la experiencia de exclusión que sufren los “diferentes” en Europa, sino solo apuntar que es difícil en estos casos hablar de guetos, al menos en el sentido norteamericano.
14 Inglaterra y Francia, en parte por su política colonial hasta mediados del siglo pasado, son sociedades mucho más multiculturales que otros países europeos. Ya para 1995, en ambos países, la proporción de inmigrantes no comunitarios sobre la de comunitarios era de aproximadamente dos sobre uno, proporción que en España e Italia solamente se alcanzaría cinco años después (Fanon/George).
15 Dado que el precio de los alquileres aumenta progresivamente, y que la precariedad de los ingresos de los inquilinos va en aumento -porque quien tiene ingresos fijos opta por comprar una vivienda con hipoteca-, los contratos de alquiler a largo plazo no resultan redituables.
16 Capacidad económica porque el traslado de un lugar a otro -se trate de traslados de 20, 200 o 2000 km.- supone un aumento del gasto que no todo trabajador puede asumir; por otro lado, el cambio de puesto suele venir acompañado de un cambio en la función y en las habilidades que se requieren para él: el perfil de trabajador desterritorializado es el de una persona de clase media-alta, sin cargas familiares, con al menos tres idiomas y un par de itinerarios profesionales cubiertos con anterioridad. En la otra punta de ese esquema se halla el “temporero”, un fenómeno hoy cada vez menos habitual en los países centrales, y que por lo demás ya tiene inserto en su propia definición la de ser “no habitante” del lugar en el que trabaja.
17 Esta es una circunstancia que parecen haber entendido, de forma más o menos conciente, los movimientos sociales de depauperizados en Latinoamérica. Cada vez más, el modo de lucha es el corte de carreteras, vías de tren y accesos a la ciudad; con ello los manifestantes impiden la vida “normal” de las megaciudades, basada en un desplazamiento centro-periferia que efectúan cada mañana los “integrados”. De esta forma marcan la frontera ya no territorial, sino simbólica de la desintegración social: sobre el automóvil, buses o trenes, los que han logrado adaptarse a la nueva lógica; sobre el asfalto, impidiendo el paso, los que pagan el precio del modelo de la movilidad.
18 Para una explicación más extensa sobre las relaciones entre el espacio habitable y el mercado de trabajo, ver TRABAJAR Y HABITAR: dos variables espaciales del control postindustrial, trabajo de la autora de este texto, publicado en Aposta Digital, Revista de Ciencias Sociales, julio de 2008.
19 Las investigaciones Espacio urbano, delincuencia y percepción ciudadana: el caso de Lleida (ref. SEJ2005-01879/GEOG, proyecto de investigación y desarrollo financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología del Gobierno de España) y Mapa de conflictes a la ciutat de Lleida (financiada por la Fundació Jaume Bofill Cataluña) muestran que dos de los grupos identificados como “otro” causante de la sensación de inseguridad, son los inmigrantes y los jóvenes. En ambos casos, su presencia en el espacio público, y en particular el uso de tal espacio como sitio de ocio no reglado, genera en los “ilerdenses de toda la vida” (hombres y mujeres de entre 35 y 60 años, de clase media o media-alta) un alto nivel de crítica y de retracción del uso propio. Muchos de nuestros entrevistados han dejado de pasar por sitios de reunión de inmigrantes y/o de jóvenes.
20 Como recuerda Adam Crawford “El concepto de tolerancia cero es un concepto impropio pues no implica la sanción rigurosa de todas las leyes ... sino mas bien la sanción profundamente discriminatoria de determinadas leyes, en relación con determinados grupos sociales, en determinados espacios simbólicos... En realidad sería más justo describir las formas de mantenimiento del orden puestas en marcha bajo la consigna de la tolerancia cero como estrategias de (in)tolerancia selectiva.” (cit. en Wacquant 2003).
21 Estos grupos, además, son objeto del uso instrumental de las leyes de extranjería: la aplicación de los preceptos relacionados con la expulsión de inmigrantes es proporcional a la visibilidad social que obtienen, como quedó demostrado cada vez que se produjo un encierro de inmigrantes en las distintas ciudades de España.
22 La identidad cultural entre los nacidos en un mismo espacio es siempre relativa: las diferencias en cuanto a la historia personal, la pertenencia a distintos grupos sociales, la forma en que las vivencias son asimiladas siempre determina diferencias notables en la percepción de las realidades. Tal como lo recuerda Castoriadis, si la existencia del otro puede hacernos sentir en peligro es porque “... en el rincón más recóndito de nuestra fortaleza egocéntrica una voz repite por lo bajo pero incansablemente nuestras paredes son de plástico, nuestra acrópolis es de cartón piedra.”
23 Se acabó el tiempo de las “norias”: los inmigrantes de hoy, aún cuando pudieran estar impulsados por motivos económicos, intentan afincarse en las sociedades receptoras: demandan servicios sanitarios, sociales, legales, y como muestra el tema de la instalación de mezquitas, institucionales.
24 Todos los modelos son “ideales”, en tanto funcionan como un conjunto de objetivos hacia los cuáles un proyecto concreto de mediación puede dirigirse, tanto conceptual como estructuralmente, acercándose o alejándose más del ideal. La posibilidad de que existan formas combinatorias de ambos modelos no excluye la validez de estos como herramientas de análisis de la realidad, en tanto y en cuanto el intérprete esté siempre cerca de la realidad y por lo tanto, dispuesto a poner en duda sus modelos.
25 A falta de investigaciones sistemáticas en el Estado Español que sigan estos tópicos, entendemos que únicamente podemos aquí trazar un esbozo intuitivo, apuntando hipótesis sobre concordancias que nuestra experiencia nos ha permitido observar.
26 Es típico que este tipo de modelo lleve adelante un centro con unos días y unos horarios de atención fijos, y que el lugar donde se lleven adelante las mediaciones sea en el despacho del centro.
27 A la que se llega, normalmente, después de que se haya llevado adelante un programa de difusión, mediante la realización de charlas, encuentros, impresión de trípticos, carteles, etc.
Referencia electrónica
Gabriela Rodríguez Fernández, « ¿Comunidad? Mediación comunitaria, habitar efímero y diversidad cultural », Polis [En línea], 20 | 2008, Puesto en línea el 24 julio 2008, consultado el 16 junio 2014. URL : http://polis.revues.org/3435 ; DOI : 10.4000/polis.3435