Extracto de ‘La desaparición de los rituales: una topología del presente’, de Byung-Chul Han (Herder). En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. En ‘La desaparición de los rituales’ (Herder), el filósofo Byung-Chul Han disecciona por qué las formas simbólicas cohesionan la sociedad y reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberarla de su narcisismo colectivo.
Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.
Los rituales dan estabilidad a la vida. Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su objetividad consiste en que «brindan a la desgarradora mutación de la vida natural […] una mismidad humana, una identidad estabilizante que se deduce de que día a día, mientras el hombre va cambiando, tiene delante con inalterada familiaridad la misma silla y la misma mesa»(*).
Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.
El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**).
Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y —lo que guarda relación con ello— su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético.
Las emociones son más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.
También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.
(*) H. Arendt, Vita activa oder Vom tätigen Leben, Múnich, Piper, 2002, p. 163 [trad. cast.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2003].
(**) P. Handke, Phantasien der Wiederholung, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1983, p.8 [trad. cast.: La repetición, Madrid, Alianza, 2018].
Este es un extracto de ‘La desaparición de los rituales: una topología del presente’, de Byung-Chul Han (Herder).