Llevamos casi cinco años conviviendo con un capitalismo desbocado que no acepta límites. Que avanza sin pudor y aspira a mercantilizarlo todo. La vivienda, la sanidad, la educación, el espacio público, las relaciones afectivas. Para avanzar, este proceso necesita quebrar la autonomía individual y colectiva. Aislar a las personas y reducirlas a la servidumbre, a la impotencia. El consumismo dirigido, la alienación programada, son eso: figuras de la impotencia. La otra es el miedo. A ser desahuciado, a perder un empleo, a no poder pagar las deudas, a ser multado en el metro, a ser expulsado por no tener papeles, a ser detenido en una manifestación o en una ocupación. El individualismo, el miedo, la servidumbre voluntaria e involuntaria, son formas de impotencia que se dan la mano. Todas están en la base de la deudocracia.
Gerardo Pisarello y Jaume Asens en Público.es
Esta historia, desde luego, no es nueva. La deudocracia es hija del neoliberalismo. Y este del afán capitalista de soltar amarras. De librarse de las ataduras impuestas por las luchas y resistencias populares. Tras el hundimiento del socialismo irreal, lo sabemos, la bestia no quiere bozal. No tolera los límites jurídicos, los derechos, las leyes. A menos, claro, que sean sus propias leyes. Las que benefician a los bancos, a los grandes evasores fiscales, a la oscura trama de la cleptocracia. Esas leyes, sí. Las que aseguran la “culpabilidad de las sardinas” y la “impunidad de los tiburones”, como decía la gran Rosa Luxemburg. Lo otro, los derechos humanos, son un incordio. Una atadura inaceptable. Da igual que se trate de los derechos sociales y ambientales que de los civiles y políticos. La bestia no quiere bozal, ni críticas, ni protestas que se le vayan de las manos. Solo consumidores dóciles y atemorizados. Puede aprobar sin inmutarse normas indecentes que dejan a miles de personas sin trabajo, sin casa y sin futuro. Pero ladra indignada contra un piquete sindical o contra las pegatinas de un escrache. Así, mientras estrangula el Estado social, mientras liquida los bienes comunes, monta el Estado penal, la excepcionalidad punitiva, la vigilancia continua.
La ciudad vigilada, la ciudad del miedo, está en el núcleo de la barbarie neoliberal. Prácticas de disciplina que traspasan los muros de la prisión y se extienden por la metrópolis.
Escáneres en los aeropuertos, huellas digitales, registro de datos en la red, cámaras de vigilancia, seguridad privada en parques y plazas. “La policía en todas partes, la justicia en ninguna” como escribía Víctor Hugo en el siglo XIX. Una especie de guerra de baja intensidad que no se libra en las trincheras sino en los supermercados, en los parques, en el metro, en los sofás de las casas. Una guerra que levanta muros, fronteras y que convierte la ciudad en un gran panóptico en el que todos somos reclusos y guardias. Atentos vigilantes del vecino, convertido en una amenaza. Y junto a esa represión velada, aceptada de manera casi voluntaria, la otra. La represión pura y dura contra los excluidos y contra los disidentes. Huelguistas, activistas sociales, trabajadoras sexuales, graffiteros, mendigos, migrantes sin papeles, jóvenes sin futuro. Todos en el punto de mira de las ordenanzas del civismo, convertidas en auténtica constitución de la ciudad. Todos en el punto de mira de unos códigos penales que se endurecen a medida que aumentan la desigualdad y la resistencia.
La criminalización de la protesta, de la disidencia, tampoco es nueva. Pero se acelera cuando la resistencia crece. Se vio con la irrupción del 15-M, con las huelgas generales, con el rodeo al Parlament de Catalunya, con el 25-S. Primero, el paternalismo condescendiente, la zanahoria. Luego, el palo, el rostro torvo de los gobiernos market friendly. A medida que las políticas de austeridad se han ido intensificando, las derechas y sus cómplices han rivalizado en iniciativas represivas. Hoy, mayor contundencia policial y judicial. Mañana, restricciones al derecho de reunión, prohibición de ocultar el rostro en las manifestaciones y designación de fiscales especializados en “guerrilla urbana”. Más tarde, apertura de sitios en Internet para que los “ciudadanos” puedan delatar a los “antisistema”, ampliación de conductas constitutivas de atentado contra la autoridad, asimilación de las protestas a conductas terroristas o prototerroristas, monitorización policial de las redes sociales.
Es el derecho penal del enemigo. El que no tiene empacho en ir “más allá de la ley”, como decía el consejero catalán Puig. O en recurrir a la “ingeniería jurídica” si hay que quitarse de encima alguna garantía incómoda, como declara el ministro Fernández Díaz. Es el no derecho. El que criminaliza a cualquiera que ose levantar la voz. El que expulsa de las plazas a los indignados, el que trata como “ratas” a los huelguistas y como “nazis” a los desahuciados. Y junto a él, el derecho penal de los amigos. El que se pone al servicio del poder y mira hacia otro lado cuando hay fraude fiscal, el que indulta a los grandes banqueros y promueve o absuelve la violencia policial. Tampoco aquí la originalidad es absoluta. La violencia punitiva del Estado siempre ha encontrado sus enemigos. Y cuando no, los ha inventado. La inquisición persiguió a las campesinas despojadas de sus tierras acusándolas de brujas. Las clases propietarias persiguieron a los obreros acusándolos de degenerados, de hienas, de chusma, de vagos. Vistos con dimensión histórica, calificativos como perro-flautas o terroristas son variantes, a menudo, de un odio lejano. El que lleva implícita la demofobia, el odio clasista (e incluso racista) de los poderosos a quienes pueden poner en peligro sus privilegios.
Llevamos años, décadas, conviviendo con un capitalismo sin complejos que pretende reducirlo todo a simple mercancía, a beneficio inmediato. Su avance ha dado lugar a múltiples formas de barbarie. Aumento de la pobreza, depresiones, suicidios, centros de internamiento, brotes xenófobos. Pero también está generando, en su afán totalizador, inéditos espacios de solidaridad, de resistencia. Un día es la PAH, el gesto digno de quienes ponen el cuerpo para parar desalojos. Otro, las movilizaciones contra la privatización del agua, las huelgas, las decenas de iniciativas cooperativas, anticapitalistas, que surgen aquí y allá. Después del diluvio neoliberal, estas iniciativas pueden parecer modestas. Pero están consiguiendo el que parecía imposible. Que la clase política que ha gestionado la deudocracia, la cleptocracia, esté más deslegitimada que nunca. Que el régimen bipartidista y monárquico heredado del franquismo y hoy rendido a la troika comience a aparecer como un lastre insoportable. Esta deslegitimación puede, claro, traducirse en resignación, en abandono. Pero puede alimentar, ya lo está haciendo, reacciones de indignación que muten en luchas por la dignidad, por la constitución de algo nuevo. Que eso ocurra no depende de ninguna ley divina. Depende de nosotros. Porque lo que no ha sucedido nunca –como escribió Schiller– no envejece. Sigue allí para quien tenga la capacidad de rescatar del olvido las luchas y los sueños de quienes nos precedieron. Y para alimentar, con esa memoria, nuestras propias razones para estar y golpear juntos. Contra el miedo, y por la libertad.
Gerardo Pisarello y Jaume Asens
Juristas y autores del libro ‘No hay derecho (s): la ilegalidad del poder en tiempos de crisis’ (Ed. Icaria, 2012)