"El desorden", artículo sobre el "incivismo" en El Pais (29-5-2005) y una de las mejores imágenes del Fórum de las Culturas, debida a Jordi Secall
Artículo
aparecido en El País el 29 de mayo de 2005, en relación con la
"Ordenança de mesures per fomentar i garantir la convivència ciutadana a
l'espai públic de Barcelona", cuya versión definitiva sería aprobada en
diciembre de ese mismo año
La
fotografía de arriba es Jordi Secall y corresponde al desalojo de
inmigrantes encerrados en la catedral de Barcelona la noche del 5 al 6
de junio de 2004, coincidiendo con la celebración del Fòrum Universal de
las Culturas
EL DESORDEN
Manuel Delgado
El
civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras
autoridades políticas y mediáticas. Su deterioro fue el asunto central
del último pleno municipal en Barcelona y de todo tipo de
pronunciamientos más o menos escandalizados en las últimas semanas. El
civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el
consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir
amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena
conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no
menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de
las buenas prácticas de urbanidad. En ese espacio modélico no se prevé
la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la
plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta
de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de
la aceptación común de un “saber comportarse” que iguala.
Barcelona
es un ejemplo de cómo, a la que te descuidas, el sueño de un espacio
urbano desconflictivizado, por el que pulula un ejército de voluntarios
ávidos por colaborar, se derrumba en cuanto aparecen los signos externos
de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso. Y es
porque lo real no se resigna a permanecer secuestrado que nuestros
espacios públicos no pueden ser un cordial ballet de ciclistas
sonrientes, recogedores de caquitas de perro y pulcros paseantes
incapaces de tirar una colilla al suelo. ¿Quiénes son los responsables
de que se frustre esa expectativa de ejemplaridad que debe presidir la
vida pública en la ciudad? Parece que esas bolsas crecientes de
ingobernablidad se nutren de las nuevas “clases peligrosas”, aquellas
que el nuevo higienismo social, como el del siglo XIX, clama por ver
neutralizadas, expulsadas o sometidas a toda costa: los jóvenes, los
inmigrantes, los drogadictos, las prostitutas, los mendigos y esa nueva
clase obrera que constituyen los trabajadores extranjeros y sus
familias.
Sobre
los inmigrantes como factor de “suciedad” nada que añadir a lo obvio:
es pura xenofobia. En cuanto a las prostitutas, tampoco nada novedoso,
puesto que son viejos personajes de las pesadillas de quienes quisieran
que Barcelona fuera una ciudad ordenada y obediente. Con los indigentes y
drogadictos, formarían ese submundo de lo que en algunas ciudades
latinoamericanas llaman “desechables”, aquellos contra los que se está
animando a actuar con fines profilácticos, si hace falta como vemos que
ocurre de vez en cuando con las acciones de cabezas rapadas igualmente
preocupados por la impureza que corroe nuestras metrópolis.
En
cuanto a los jóvenes, tampoco queda claro a quién corresponde atribuir
responsabilidades incívicas. Se habla de extranjeros borrachos, por
ejemplo, que se identifican como nuevos nómadas –los travellers– o
turistas pobres, aunque es posible que a su lado encontremos un buen
número de estudiantes universitarios de casa bien que han acudido por
miles a una ciudad publicitada internacionalmente como un colosal e
ininterrumpido espectáculo al aire libre. Por cierto, es curioso que
haya quejas al respecto del consumo juvenil de alcohol en público en una
ciudad como Barcelona, en que el botellón no alcanza ni de lejos las
dimensiones que conocen otras ciudades españolas como Madrid.
Luego
tenemos el capítulo de fiestas descontroladas. Hace tiempo que los
espacios festivos han demostrado su fracaso en orden a constituirse en
ámbitos felices de cohesión social y alguien debería recordar los graves
desórdenes que conocieran las fiestas de Gracia ahora ha hecho treinta
años, el resultado de los cuales fueron veinte detenidos y un herido
como consecuencia de los disparos al aire de la policía. Y es que la
fiesta es lo que siempre ha sido, un territorio en que la condición
crónicamente problemática de la vida social encuentra una oportunidad en
que expresarse. En ese campo se confunden varias cuestiones. Por una
parte, la del consumo masivo de alcohol, que no se ataja porque en gran
medida depende de él la financiación de esas fiestas. Lo que ocurre es
que luego se acabará sosteniendo que los desmanes los han provocado
jóvenes borrachos de cerveza vendida por los “lateros” pakistaníes y no
por la que les han servido los “buenos ciudadanos” que atendían las
barras legales. En cuanto a la implicación de grupos alternativos, es un
argumento perfecto para el hostigamiento policial contra la disidencia
política radical. Igual no es casual que la asignación de culpa a
movimientos sociales anticapitalistas en altercados como los de Gracia
precediera en unos días a un informe en que los Mossos d’Esquadra daban
cuenta de la localización en Barcelona de activistas entre cuyos
“crímenes” figuraba la difusión de ideas anarquistas y antisistema.
En
resumen, lo que se da en llamar incivismo no es otra cosa que la
afloración de realidades sociales que se niegan a ponerse entre
paréntesis para que se vea confirmada la ilusión de que el desorden
social ha sido derrotado por la “buena educación”. Y es que, como
sostenía aquí hace unos días Josep Ramoneda en un sentido parecido, si
uno lee lo que escribieran hace no mucho en estas mismas páginas Oriol
Bohigas (27 de julio) o Félix de Azua (11 de agosto) sobre el pozo de
podredumbre en que se había convertido Barcelona, se llega a la
conclusión de que lo que molesta a nuestros intelectuales burgueses no
es la miseria o la marginación; lo que les molesta es tener que verla.
Mención
aparte merece la invocación al término “vandalismo” para aludir a una
nebulosa de conductas en la que manifestaciones de cultura urbana como
son los grafitti se mezclan con formas de gamberrismo en las que una
visión más profunda debería reconocer los elementos de un lenguaje hecho
de rabia y rencor contra ciertos aspectos del mundo en que se vive.
Todo acto de violencia es un acto de comunicación, cuyas causas no
pueden ser atribuidas de manera simple a una patología psíquica o social. Y recuérdese: explicar no es justificar.
Por
otra parte, y al respecto, cabría reconocer el descomunal abismo que,
en cuanto a efectos, separa la llamada “violencia urbana” de la
violencia urbanística. El pasado 15 de julio, Bernat Puigtobella
publicaba en El País un merecido elogio a esa pequeña gran obra que es
Destrucción de Barcelona (Mudito & Co.), de Juanjo Lahuerta, un
libro que no trata precisamente del aumento de las conductas incívicas,
sino de la devastación de que ha sido víctima Barcelona en los últimos
años a manos del diseño urbano. Porque, si una papelera quemada es un
“acto de vandalismo”, ¿qué calificación convendría a esos barrios
populares desahuciados en masa y destruidos por las excavadoras, a ese
centro histórico despanzurrado para construir parkings o a ese borrado
para siempre de los restos y los rastros de lo que un día fuera una de
las ciudades más apasionantes y apasionadas de Europa?