La fuerza de los débiles

En su libro, Habitar y gobernar, Amador Fernández-Savater nos coloca ante el reto de repensar la política para ajustarla a las exigencias de lo que en un tiempo soñamos en calles y plazas. Juan Manuel Aragüés Estragués en El Salto.


Quienes entendimos que el 15M abría la puerta a una profunda reconsideración de la política en sus múltiples aspectos, asistimos en la actualidad, entre estupefactos y descreídos, a la enorme paradoja que supone que lo que representa el rescoldo político de esas jornadas de plazas y rosas, Unidad Popular, se halle en el Gobierno de la nación al tiempo que su presencia social es prácticamente nula. Pero no solo la presencia social, sino que la capacidad de ilusionar que un día tuvo Podemos ha desaparecido casi por completo y una sensación de derrota, acentuada por la emergencia de la extrema derecha, se ha adueñado de nosotras. Somos, en estos momentos, una derrota que gobierna.

En su libro, Habitar y gobernar, Amador Fernández-Savater reflexiona, desde las brasas ya casi frías de ese 15M, sobre la manera de concretar las promesas políticas que se convirtieron en bandera de aquellas ilusiones. Cómo reimaginar la política, qué gestos se tornan imprescindibles para dar vida a lo que apuntó y no llegó a ser, principalmente por nuestros propios errores. Amador repite un gesto que muchos otros venimos realizando en estos tiempos, pero lo hace con una sensibilidad característica que, como él bien apunta, unida a la escucha y la empatía, se convierte en “la fuerza de los débiles”. Porque el devenir-fuertes de los débiles solo se puede conseguir a partir de la fusión de los cuerpos, de las alianzas plurales, de la complicidad de las diferencias, como hace ya mucho tiempo nos enseñó Spinoza.

El devenir-fuertes de los débiles solo se puede conseguir a partir de la fusión de los cuerpos, de las alianzas plurales, de la complicidad de las diferencias, como hace ya mucho tiempo nos enseñó Spinoza.

Apunta acertadamente Amador que el 15M se construyó sobre una amnesia y sobre dos memorias, a las que yo añadiría una tercera. La amnesia de los desencuentros, de los gestos que nos habían alejado a los militantes de diferentes organizaciones de la izquierda; militantes que compartimos las plazas con miles de personas que no sabían, ni querían saber, de nuestras heridas históricas, porque miraban con ilusión al futuro. Y, ciertamente, nos sentimos enormemente aliviados con esa amnesia que nos permitió, es mi caso, abrazar a quien antes no se saludaba. Pero esa amnesia, a mi modo de ver, fue en exceso profunda y, junto con los agravios, nos llevó a olvidar también los errores, que hemos vuelto a cometer con una aplicación digna de mejor causa. Si algo puede decirse de Podemos (y de Más País, y de casi todo lo que surgió en esas geografías) es que envejecieron a velocidad de vértigo para convertirse en réplicas me atrevería a decir que empeoradas de aquello que quisieron cuestionar. Por otro lado, Amador reivindica una memoria abierta e inspiradora, capaz de recoger del pasado diferentes memorias que nos permitan proyectar hacia el futuro un anhelo hecho común. A lo que añadiría una memoria encarnada (y aquí, la ambigüedad entre lo cromático y lo material no nos viene mal), que, alejada de etiquetas sectarias, recoge los gestos y hechos concretos que expresaron esos anhelos compartidos.

De lo que se trata, en última instancia, es de poner en cuestión lo que podríamos denominar la «política de la representación», entendiendo este concepto de dos maneras. En primer lugar como la re-presentación de unas estrategias políticas del pasado que se antojan inconvenientes para nuestro presente. La Revolución, pues quiere Amador, y queremos con él, seguir utilizando ese término, no se sustancia en la conquista de palacios de invierno, ni tiene como objetivo construir el «hombre nuevo», ni puede ser el resultado de una política vertical de líderes incuestionables. Sin duda, construir lo diferente exige otras formas de subjetivación, no sometidas a los seductores imperativos del capitalismo consumista y neoliberal, pero esa subjetividad debe acompañar al proceso, construirse, en parte, de antemano, pues solo nuevos anhelos podrán sostener nuevas ciudades. Por decirlo de otro modo, la Revolución debe haber vencido incluso antes de haberse proclamado, como defiende Gramsci a través del concepto de hegemonía. El 15M fue una victoria (más bien la imagen de una posible victoria) cuya proclamación se ha hecho en tiempos de derrota. En segundo lugar, como la construcción de nuevas formas políticas de participación directa y no delegada, en las que el sujeto político se convierte en protagonista de su propia vida. Porque de vida, sin ninguna duda, es de lo que estamos hablando.

Y así aparece otro de los problemas centrales de esa política diferente que se pretende alumbrar, el del sujeto y su constitución. Un problema al que se viene dando vueltas desde tiempos inmemoriales, aunque, de un modo paradójico, es posible remitirse a su propio origen para encontrar la posible solución. Porque si ahora son (somos) muchos los que entienden (entendemos) que el sujeto político no es mero reflejo —representación (siempre la palabra emponzoñada)— de una realidad sociológica, sino algo que se construye en el propio proceso de lucha, es preciso advertir que, en realidad, esa concepción del sujeto es la que, precisamente, podemos encontrar en aquel a quien es posible considerar como origen de esta reflexión, Karl Marx. En efecto, son muchos los lugares en los que Marx señala que es la lucha de clases la que constituye al sujeto, a la clase, que, por decirlo en palabras del Comité Invisible, es la revuelta la que construye su pueblo. Marx, con su impecable lógica materialista, sabe que es preciso renunciar al lenguaje de las esencias y penetrar en el de las relaciones, sabe que no se trata de teorías, sino de prácticas. Y de ese modo, incluso con su propia práctica política, nos muestra que el sujeto —la clase, le llama él— está constituido por quienes se implican en una lucha, por quienes producen lazos que entrelazan anhelos comunes. Lástima que cierto marxismo, buena parte de él, de hecho, se empeñara en construir un Marx esencialista y sociologicista, que exigía mostrar las manos llenas de grasa para poder ingresar en el privilegiado seno de la clase, del sujeto. Ahora sabemos, como Marx ya sabía, que el sujeto es múltiple, transversal, y que se manifiesta en una práctica compartida. Tal como, por otro lado, vimos en nuestras plazas. Un sujeto que se construye a través de la escucha, del diálogo, incluso de la traducción entre lenguajes que proceden de tradiciones diversas pero que expresan malestares compartidos. Repetimos: escucha, sensibilidad, empatía como fuerza de los débiles. El suyo, más que el deseo de imponer una verdad, una mirada, es el de construirse como sujeto que amalgama miradas y fusiona esperanzas. El suyo es deseo de multitud.

Si un movimiento que se quiere horizontal, como lo fue el 15-M, acaba reproduciendo, incluso extremando, formas organizativas que se considera no solo obsoletas, sino tóxicas, la cuestión de la organización debe ser colocada en la agenda de modo urgente y prioritario.

Pero, ¿cómo organizar un deseo? ¿Cómo dar forma a una multiplicidad? ¿Cómo gobernar lo que se quiere autogobierno? Estas son preguntas que nos remiten al problema de la organización. Porque una de las enseñanzas que extraemos de nuestro presente es, por decirlo de manera cortés, la insuficiencia de la forma-partido. Algo que puso de manifiesto el 68, hacia lo que, en nuestro país, apuntó la constitución de Izquierda Unida, y que el devenir de los acontecimientos coloca como urgencia insoslayable. Si un movimiento que se quiere horizontal, como lo fue el 15M, acaba reproduciendo, incluso extremando, formas organizativas que se considera no solo obsoletas, sino tóxicas, la cuestión de la organización debe ser colocada en la agenda de modo urgente y prioritario, aunque solo sea para señalar, de momento, lo inconveniente y manifestar incertidumbres. Porque en este campo poco más se puede decir más allá de que no queremos lo que sabemos y no sabemos lo que queremos.

En resumidas cuentas, repensar la política, colocar la teoría a la altura de ciertas prácticas, desconstruir una parte de nuestro discurso que, como diría Althusser, se ha convertido en un obstáculo epistemológico para pensar lo que es imprescindible pensar, para hacer lo que resulta ineludible hacer. A eso nos invita Habitar y gobernar, desde la certeza de que gobernar, en nuestro caso, solo puede ser la expresión de un habitar diferente.

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