Claves para establecer prioridades


Planificar versus programar


Podemos definir la planificación como “aquel sistema que consigue coordinar las acciones o actividades que nos permiten llegar a un objetivo”. Mientras que entendemos por programación, la planificación dentro de un calendario, asignando a cada tarea y/o actividad el tiempo esperado para su ejecución.

La programación juega un papel fundamental en el logro de los resultados esperados. Una programación cuidadosa consigue habitualmente mayor economía de tiempo y recursos. Se ha demostrado que la duración de la fase de programación repercute, no sólo en la disminución del tiempo total de ejecución, sino también en el incremento en la calidad de los resultados.

El objetivo principal de una buena programación es, por supuesto, llegar al objetivo en el mínimo tiempo y con el menor coste, pero la programación es una herramienta metodológica que además aporta a la persona las siguientes ventajas:
  • Panorámica: al permitir una visión conjunta y global de las actividades y tareas.
  • Descarga la memoria: al liberar nuestra mente del trabajo inútil de recordar lo planificado.
  • Tiene un efecto automotivador: al aumentar el compromiso con las tareas para su ejecución y al tachar la actividad de la agenda una vez realizada.
  • Mayor concentración: al aportar un guión para seguir la actividad y, así, evitar las distracciones pérdidas de tiempo.
  • Control de resultados: al ayudar a no olvidar definitivamente las tareas que no hayan podido ser resueltas y dificultar que se traspapelen. A comparar lo obtenido con lo previsto.
  • Información a posteriori: al servir de archivo de información acerca de nuestro empleo del tiempo.

La ley de Parkinson


El tiempo se comporta como un gas: ocupa todo el espacio que le dejemos libre. Según la Ley de Parkinson, “toda tarea se dilata indefinidamente hasta ocupar todo el tiempo disponible para su realización”. A todos nos ha ocurrido alguna que otra vez algo parecido: cualquier tarea insignificante nos ha llevado un tiempo increíblemente largo, sólo porque no teníamos ninguna otra tarea pendiente que empujase y que limitase el tiempo dedicado a la primera. Así se explica por qué las cosas llevan siempre más tiempo del que deberían. Trabajar sin plazos de finalización, sin tener en cuenta la existencia de otras tareas que también deben ser realizadas y sin marcarnos otras obligaciones, supone un elevado riesgo.

Si se asigna una hora a una tarea, es casi seguro que llevará una hora hacerla. Pero, si se asigna sólo media hora, posiblemente ocupará poco más de esa media hora. El reto es asignar tiempo suficiente, pero no excesivo. Si analizamos cómo varía el valor de un trabajo cualquiera en función del tiempo que se le dedica, veremos que al principio la tarea va consumiendo tiempo sin variar, prácticamente, su valor. Este es muy bajo: el informe es sólo un borrador preliminar, el archivo continua desordenado, el coche sigue sucio, etc. Llega un momento en que, aumentando el tiempo dedicado a la tarea no se corresponde otro incremento proporcional en el valor de lo realizado. Cambiaremos aspectos secundarios de contenido o formato en el informe o seguiremos lustrando una carrocería ya brillante.
Buscando la eficiencia

Si damos la tarea por terminada en un estadio inicial, es evidente que el trabajo queda incompleto. Es lo que se conoce habitualmente como “chapuza”. Resulta poco rentable porque hemos obtenido poco valor del tiempo empleado en realizar determinado trabajo, pero la presión de un plazo puede llevarnos a esta situación. Pero si seguimos dedicando nuestro tiempo a algo que ya está razonablemente completado, nos comportaríamos de forma “perfeccionista”. El producto resultante (output) es cada vez mejor, pero el esfuerzo que supone lograr esta mejoría vuelve a resultar claramente poco rentable. Entre una y otra zona se encuentra la zona de eficiencia. Es la que buscamos de manera espontánea e intuitiva cuando realizamos un trabajo con afán de calidad, pero somos conscientes de que tenemos otros en espera.

La ley de Illich


Dice la ley de Illich que “transcurrido un cierto número de horas, la productividad del tiempo invertido en realizar una tarea decrece primero y luego se hace negativa”. Por eso, hay que detenerse para hacer otra cosa, distraerse o tomarse un descanso a partir de un cierto número de horas. Si bien depende de cada uno, no es conveniente extender la realización de una misma tarea más allá de dos horas. Ello supone perseverar sin obstinarse, rehuir el hiperactivismo y el perfeccionismo y ser consciente de los propios límites. También ayuda fraccionar las tareas de modo programado para conseguir secuencias manejables de las mismas y concederse momentos de relajación. Es recomendable implantar el sistema del “intervalo tranquilo”, bloqueando de modo diario y sistemático un rato de nuestra jornada para la “reunión con uno mismo”.

Lo urgente versus lo importante


Para priorizar correctamente, hay que ser capaz de clasificar de forma adecuada las actividades por dos conceptos: grado de importancia para alcanzar los objetivos y nivel de urgencia para cumplir la fecha límite.

URGENTE significa que necesita una atención inmediata, “¡ahora mismo!”. Las materias urgentes son, por lo general, muy visibles: nos presionan, reclaman una acción… Aunque a menudo realmente ayudan o satisfacen a otros porque no están directamente relacionadas con nuestros objetivos. Encima pueden resultarnos agradables, fáciles e incluso motivantes. ¡Pero con la misma frecuencia carecen de valor!

La IMPORTANCIA, en cambio, tiene que ver con nuestros resultados. Ante las materias urgentes reaccionamos, pero las cuestiones importantes, si además no son urgentes, requieren más iniciativa, más proactividad.



3 Recomendaciones finales


Para prevenir y anticipar futuras dificultades conviene:
  1. No tentar a la suerte: no confiar en que el azar resolverá a favor todos los elementos inesperados que vayan presentándose inesperadamente. Considerar todos aquellos detalles que presenten una contingencia “razonable” y pensar una solución.
  2. Confeccionar un “checklist” de los factores a tener en cuenta en cada etapa de la realización de una tarea o proyecto.
  3. Guardar un as en la manga: reservar una pequeña parte del cronograma de ejecución y del presupuesto para hacer frente a contratiempos accidentales. No programar más allá de un 60-70% de su tiempo (un 30% para resolver 1 o 2 tareas importantes y otro 30% para tareas menos o no importante). Reservar de un 30% a un 40% para imprevistos e interrupciones, que aparecerán, en mayor o menor medida, por mucho que intentemos eliminarlos.

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