Otra escuela es posible

Hace unos días, encontré por casualidad mis notas de séptimo de EGB. En una sola evaluación, suspendía siete de diez materias. En Lengua Castellana y Literatura, obtenía un “Muy deficiente”, una calificación que se repetía en Matemáticas, Ciencias Naturales y Pretecnología. En esas fechas, yo tenía 13 años y era un chaval rebelde, indisciplinado, ferozmente inadaptado y reacio a cualquier forma de autoridad. Corría el año 1976 y estudiaba en un colegio de curas. Podría atribuir los mediocres resultados al sistema educativo de la España tardofranquista, pero mentiría. Simplemente, odiaba la escuela. Cuando años más tarde, me convertí en profesor de filosofía, descubrí que mi odio no había desaparecido y que la escuela sólo era una estructura opresiva concebida para matar el espíritu. Algunos se preguntarán por qué he ejercido la enseñanza durante dos décadas. Podría responder con cinismo, alegando que necesitaba el dinero, pero no sería sincero. Me gustaba el contacto con los jóvenes y disfrutaba enseñando. Eso sí, hice todo lo posible por desviarme de las consignas de la Administración, evitando los exámenes y propiciando los debates, la lectura y el inconformismo. No sé si conseguí gran cosa, pero al menos experimenté la sensación de actuar como un piloto de combate que decide arrojar sus bombas sobre el Estado mayor que le ha enviado a masacrar a la población civil.
Rafael Narbona | NegraTinta




La educación en el hogar (homeschooling o homeschool) surgió como una alternativa a la escuela tradicional, represiva y normalizadora. Su filosofía es no imponer nada al niño, respetando su curiosidad espontánea por saber y conocer. La educación en el hogar mantiene un estrecho parentesco con la vocación pedagógica del anarquismo. Al igual que Rousseau, los anarquistas entienden que el hombre nace libre, pero la sociedad se precipita a encadenarlo para reducirlo a esclavitud y servidumbre. La escuela tradicional se basa en un frío racionalismo que desdeña la sensibilidad y la creatividad. Su punto de partida es el pesimismo antropológico: el ser humano es malo por naturaleza y sólo la autoridad, la disciplina y la obediencia pueden erradicar su perversidad. La pedagogía libertaria se opone a esa interpretación, pues entiende que su intención de fondo es imponer las ideas de las clases dominantes, anulando el anhelo de libertad y el pensamiento crítico. La escuela no debe ser un instrumento de represión, sino el lugar donde se hace efectiva la libertad individual y se adquiere una conciencia insobornable, que no transige con la arbitrariedad, la intolerancia y la injusticia. La inteligencia es una variable emocional y no una escala que puede medirse con un test, cuyas preguntas están orientadas a establecer el grado de adaptación a un modelo educativo y social. La Escuela Moderna de Francesc Ferrer i Guàrdia promovía una enseñanza libre, laica y plural. Su objetivo era el desarrollo integral del niño, respetando su peculiaridad y fomentando una convivencia solidaria y libre de competitividad. Acusado de instigar la Semana Trágica de Barcelona, Ferrer i Guàrdia fue fusilado el 13 de octubre de 1909 en el castillo de Montjuïc, pese a no mantener ninguna relación con los hechos. No se le mató por conspirador, sino por encarnar la posibilidad de una enseñanza alternativa, libre de la tutela de la Iglesia católica y el Estado.

León Tolstoi también suscribió las teorías de la pedagogía libertaria. Fundó la escuela de Yásnia Poliana inspirado por la idea de que “el ser humano sólo puede llegar a ser feliz, ayudando a los demás”. Su utopía pedagógica mezclaba pacifismo, anarquismo, vegetarianismo y cristianismo primitivo. Sólo una escuela libre, popular, abierta y sin distinción de sexos ni clases sociales, puede librar a la humanidad de vivir esclavizada por la barbarie capitalista. Tolstoi escribió un diario que refleja su experiencia como maestro. De entrada, descarta toda idea preconcebida, pues entiende que debe adaptarse a sus alumnos, preservando a cualquier precio su espontaneidad. La asistencia no es obligatoria, no hay exámenes y el papel del maestro debe limitarse a despertar el interés por las artes y las ciencias. No hay que preocuparse por la algarabía y el desorden, pues son dos rasgos de la infancia y no hay nada perverso en esas inclinaciones. Reprimirlos es una forma de destruir su inocencia. La misión del maestro es que los alumnos escojan libremente el camino de su desarrollo personal y eso sólo puede lograrse transformando la escuela en un lugar sin criterios selectivos y discriminatorios. Es evidente que en los tiempos actuales ninguna escuela contrataría a Tolstoi como profesor y si por azar hubiera llegado a ejercer la docencia, no habría tardado en ser expedientado y expulsado del cuerpo, alegando que incumplía los programas y no mantenía la disciplina. No hay que extrañarse. La escuela de Yásnia Poliana fue cerrada por el gobierno zarista, pues advirtió que constituía un riesgo para el poder autoritario. Ese mismo temor pervive en nuestros días.

En el principio del siglo XXI, la escuela sigue desempeñando una función represiva. Las famosas programaciones oficiales y las pruebas o evaluaciones externas (reválidas, selectividad, controles de calidad) sólo son una herramienta al servicio de una sociedad unidimensional, donde el individuo vive bajo la coacción del poder político y financiero, que divide a la humanidad en capital variable (o fuerza de trabajo, con un coste oscilante) y seres improductivos, abocados a la pobreza, la exclusión y la marginación. ¿Acaso todos han olvidado las analogías entre la escuela, el manicomio y la cárcel apuntadas por Deleuze, Foucault y Alice Miller? ¿Nadie recuerda que las escuelas imitan el modelo de la fábrica, con pupitres alineados, donde el trabajador realiza una tarea mecánica y embrutecedora? ¿No es inhumano obligar a los alumnos a adoptar una posición pasiva de escucha, asimilación y reproducción de contenidos? ¿Acaso lo soportaría un adulto? ¿Por qué no se adopta un modelo asambleario basado en la autogestión? ¿Tal vez porque resulta inaceptable en el marco de una empresa, donde la libertad y los derechos del trabajador son irrelevantes? Al ser interrogado sobre las analogías entre la escuela, el manicomio y la cárcel, Foucault responde: “…no se puede decir que hay analogía, hay identidad. […] Es interesante ver que, hasta cierto punto, dirigen su rebeldía en una misma dirección los enfermos de los hospitales psiquiátricos, los presos en sus cárceles, los escolares en sus institutos. Llevan a cabo una misma revuelta, en cierto sentido, porque se rebelan contra el mismo tipo de poder”. (Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, 1981). En los años ochenta, se empezó a hablar de educar en la libertad y para la libertad. En España, se acometieron ciertas reformas, intentando transformar al maestro en educador, pero casi ningún profesor aceptó ese papel y la gran mayoría hizo todo lo posible para boicotear la reforma. La contrarreforma no tardó en llegar, con un nuevo lema: “Cultura del esfuerzo”, una consigna que apareció acompañada con las nociones de mérito, excelencia y competitividad. Las recientes huelgas de profesores no surgieron para protestar por el regreso a una enseñanza elitista, sino por las bajadas salariales impuestas por la crisis y por el aumento del número de alumnos por aula, que puede acarrear una carga de trabajo insostenible, con 250 alumnos por docente. Nunca he oído una voz crítica contra el sistema. Durante dos décadas de evaluaciones, pasillos y charlas de cafetería, sólo he escuchado a profesores quejándose de sus alumnos, con los mismos argumentos de generaciones anteriores: “Son unos vagos, unos maleducados, unos insolentes, unos maleantes”. Los alumnos no hablan mejor de sus profesores y no puedo recriminárselo. Me pregunto si alguna vez alguien se ha planteado que el sistema educativo está diseñado como un escenario de confrontación. Es imposible una convivencia armónica y mutuamente enriquecedora, cuando el trabajo del docente consiste en vigilar, clasificar y castigar. Muchos alumnos se rebelan, a veces con una actitud nihilista y sin una conciencia clara de los motivos de su malestar, y muchos profesores lamentan que hayan desaparecido los castigos físicos, a veces con tono irónico, pero con una sincera nostalgia reprimida por los convencionalismos sociales.

tolstoi

Al igual que algunos corredores de Fórmula 1, yo finalicé la EGB y el BUP con increíbles remontadas. Salvo las inevitables citas de septiembre con las matemáticas, pasé curso tras curso y entré en la universidad. En la Facultad de Filosofía, las cosas me marcharon mejor, pues mi expediente académico me permitió acceder a una beca de formación de personal investigador. Más tarde, aprobé las oposiciones de instituto con el número uno, obteniendo unas calificaciones que me situaban a milésimas del 10.  No estoy utilizando una licencia poética, sino un hecho que puede constatarse en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid de 2000. ¿Significa esto que fui un adolescente irresponsable y un joven estudioso y trabajador? En absoluto. Simplemente, me adapté al sistema por miedo a la exclusión social. Durante mis años de docente, intenté seguir el consejo de Foucault: “En la medida en que el secreto es una de las formas importantes de poder político, la revelación de lo que ocurre, la denuncia desde el interior, es algo políticamente importante”. La fórmula es buena, pero inaplicable cuando todos tus compañeros actúan como una horda que se refuerza mutuamente mediante el odio hacia el enemigo, que en este caso es el alumno. No soy un ingenuo. No creo que los alumnos sean el buen salvaje de Rousseau. Muchos llegan a la escuela con la cabeza llenas de prejuicios racistas, machistas y homófobos, casi siempre sembrados por esos padres que reclaman en exclusividad el papel de educadores. La tensión entre profesores y alumnos siempre hace más daño a los más vulnerables. He trabajado con docentes que sufrían alguna discapacidad física o que simplemente eran tímidos o inseguros. Puedo testificar que han padecido un infierno en el aula, soportando toda clase de agravios. Los alumnos con discapacidades también sufren las befas de sus compañeros o, sencillamente, un doloroso aislamiento. Recuerdo a una niña de doce o trece años con parálisis cerebral que pasaba el recreo en un rincón, sin que nadie se acercara a hablar con ella. Incluso presencié cómo dos alumnos le propinaban golpecitos en la silla de ruedas para provocarle un “gracioso” espasmo. Un sistema diabólico produce conductas diabólicas y la escuela sólo es el reflejo de una sociedad cruel, desigual y profundamente insolidaria.

La mayoría de los profesores no son conscientes de su verdadera función social o no les molesta. Las voces críticas son minoritarias y suelen acallarse mediante represalias de la Administración o cuadros de acoso laboral, a veces promovidos por sus propios compañeros. En los últimos cuatro años, la caza de brujas se ha incrementado hasta niveles insospechados, con expedientes, cambios de destino o intimidaciones verbales. La inspección y los equipos directivos han sido depurados y reemplazados, con la intención de neutralizar cualquier forma de protesta o disidencia. La crisis económica ha provocado una oleada de indignación que ha incendiado las mentes. Algunos fantasean con levantar guillotinas y descabezar a políticos y banqueros. Creo que sería más inteligente crear nuevas alternativas mediante la reflexión y la autocrítica. Los cambios –si se producen– no procederán de los profesores integrados en el sistema, sino de las escasas voces críticas que ya han puesto en marcha experiencias innovadoras. No podemos mirar al futuro con pesimismo, pues la misión del maestro consiste en transmitir esperanza, enseñado que cambiar las cosas es posible.

Foto de portada: Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)

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