Relaciones entre profesorado y cambio educativo

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La construcción de centros para el siglo XXI parece reclamar, además de recursos tecnológicos o formación técnica y pedagógica de los docentes, algo tan sencillo y claro como la transformación de las relaciones de trabajo (y por tanto humanas) entre las y los integrantes de los equipos docentes.
Alejandro Sarbach @asarbach | Carbonilla





La renovación del mundo educativo debería comenzar en el claustro de profesores. Aunque esta afirmación pueda parecer obvia, si alguien me hubiera dicho esto no hace mucho tiempo, seguramente me hubiera opuesto con firmeza: ¿cómo que en el claustro?, todo debe comenzar y culminar en la clase, lo importante ocurre dentro del aula, y en la relación con los alumnos.
No es que ahora afirme lo contrario. Pero es que compruebo cada vez más la importancia que tiene, no tanto el claustro o los demás equipos docentes en tanto que instancias institucionales o de gestión, sino más bien como expresión colectiva de una cultura compartida y de un conjunto de interrelaciones personales que, de una forma u otra, siempre terminan condicionando las prácticas del profesorado. Los equipos docentes funcionan, para bien y para mal, como una red dinámica que integra participantes inter-dependientes en un entramado de poderes, de competencias, de afectos y “toxicidades”, de condiciones de posibilidad y también de obstáculos y resistencias.
Suele ser tan fuerte la incidencia de este entramado de interrelaciones y tan compleja su gestión que habitualmente ante el riesgo continuo de conflicto se suele preferir el aislamiento o el silencio profesional y la reducción de las interrelaciones a su dimensión administrativa. Una muestra de ello son las sesiones de evaluación en las que se decide el suspenso o aprobado de los alumnos o se proponen estrategias para resolver dificultades disciplinarias o de control: gestión administrativa de la educación, pura y dura. Todo justificado en un mal entendido respeto por la “autonomía” docente o por la supuesta profesionalidad de los compañeros del claustro.
De la misma forma que en los alumnos la riqueza de muchos aprendizajes suele darse, sin ser muy conscientes de ello, en los intersticios de la vida escolar (el patio, la salida, las excursiones, las horas de estudio cuando no se estudia, cuando falta el profesor); también entre los profesores, la investigación, la reflexión crítica, el intercambio compartido, el compromiso afectivo y la implicación personal suelen darse en “nuestros propios intersticios”: la cafetería, la sala de profesores, los minutos entre clase y clase; rara vez en las sesiones de evaluación, casi nunca en las reuniones de equipos docentes o en los claustros.
Sé que no siempre es así. Sin embargo, también creo que la frecuencia con la que esta realidad se manifiesta puede ser el punto débil de muchos procesos de transformación en las instituciones educativas. Los cursillos de formación pueden darnos recursos didácticos, competencias tecnológicas, nuevos conocimientos de nuestras respectivas especialidades, es decir, hacernos más “expertos”. En estos cursos de “formación continuada” solemos desarrollar una suerte de techne pedagógica, muy alejada de lo que podríamos denominar una phronesis docente. Aprendemos cómo hacer mejor las cosas –que no es poco–, pero no tanto a cómo hacerlas bien. Tal como afirma Elliot citando a Stenhouse:
La racionalidad técnica, o “techne”, como la denomina Aristóteles, es la forma de razonamiento adecuado para fabricar productos, mientras que la deliberación práctica, o “phronesis”, es la forma adecuada de razonamiento dirigida a hacer bien algo. Estas dos formas de racionalidad que subyacen a los modelos de “objetivos” y de “proceso” de planificación del currículum, respectivamente, tienen mucha historia a sus espaldas. Stenhouse denunciaba el encastillamiento de la racionalidad técnica en nuestro pensamiento sobre la educación y su transformación desde una práctica, en sentido aristotélico, en una tecnología. [1]
Considero muy difícil expandir la educación más allá de las rígidas programaciones, hacer de las paredes del aula muros porosos, promover entre los alumnos dinámicas cooperativas, evaluar procesos más que resultados, posibilitar aprendizajes autónomos y formas democráticas de relación, en suma, impulsar todas aquellas transformaciones que den respuestas a las exigencias de una nueva época, si todo ello, de alguna forma no se refleja también en la relación interpersonal que pueda darse entre profesores, lo cual implica una profunda transformación de nuestras culturas de centro.
La construcción de centros para el siglo XXI –y ahora estoy pensando sobre todo en las enseñanzas medias, que es lo que me resulta profesionalmente más próximo– parece reclamar, además de recursos tecnológicos o formación técnica y pedagógica de los docentes, algo tan sencillo y claro como la transformación de las relaciones de trabajo (y por tanto humanas) entre las y los integrantes de los equipos docentes.



[1] ELLIOT,  J. (1990), La investigación-acción en educación, Madrid: Ediciones Morata.

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