Ecosistema o industria cultural

La cultura y el arte se sustentaron durante siglos merced a los donativos de los reyes, nobles y autoridades eclesiásticas; gracias a la burguesía en los Estados modernos; y a los impuestos de tod+s en el estado del bienestar. Se considera que la educación y la cultura, en su sentido más amplio, favorecen la formación e ilustración de los ciudadan*s, contribuyendo a la cohesión social y a la calidad de la democracia. Así pues, los recursos destinados a su desarrollo son, previa decisión política, una manera de redistribución de las rentas, con arreglo a un sentido compartido de la justicia social. Hasta ahora, estas ideas han formado parte del ideario social del estado del bienestar.


De las industrias culturales a la economía social de la cultura
La cultura y el arte se sustentaron durante siglos merced a los donativos de los reyes, nobles y autoridades eclesiásticas; gracias a la burguesía en los Estados modernos; y a los impuestos de tod+s en el estado del bienestar. Se considera que la educación y la cultura, en su sentido más amplio, favorecen la formación e ilustración de los ciudadan*s, contribuyendo a la cohesión social y a la calidad de la democracia. Así pues, los recursos destinados a su desarrollo son, previa decisión política, una manera de redistribución de las rentas, con arreglo a un sentido compartido de la justicia social. Hasta ahora, estas ideas han formado parte del ideario social del estado del bienestar.
Sin embargo, desde que hace unas décadas toda la producción artística y cultural se ha confundido con las “mercancías” de las denominadas industrias culturales y del ocio, parece ser que el arte y la cultura han dejado de ser bienes de uso para convertirse solo en valores de cambio.  La cultura está ahora atravesada plenamente por los intereses del capital y lo que era un derecho se transforma en un eslabón más de las políticas de crecimiento. Los bienes culturales pasan a formar parte de la cadena competitiva y, de este modo, la  economía del consumo cultural se determina, en gran medida, por las leyes de la oferta y la demanda y sus reglas de juego: invención de mitos artísticos, grandes campañas de publicidad y promoción, marketing y propaganda, complicidad interesada de los medios de comunicación de masas (incluidos los públicos, lamentablemente), producción de grandes eventos y festivales monumentales, etc. En definitiva, una sofisticada gestión de la pulsión del deseo, canalizada a través del impulso del consumo compulsivo.
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Tanto es así que la parte se ha quedado con el todo y el sector industrial (fundamentalmente las grandes coorporaciones del ocio y sus cómplices locales), con el beneplácito de las instituciones públicas, se ha erigido prácticamente en el único interlocutor de todo el complejo ecosistema cultural.
Hace unas semanas, la Unión de Asociaciones Empresariales de la Industria Cultural Española, acompañada por representantes del mundo del cine, de la promoción musical, de técnicos del espectáculo y de productores audiovisuales, convocó una rueda de prensa en Madrid para reclamar otra vez al gobierno una rebaja del IVA cultural, como si este fuera el único asunto que afecta a la depauperada economía de este sistema. Y, paradógicamente, el periódico progresista La marea titulaba su penúltimo dossier “Propuestas para salvar las Artes” con un rotundo epígrafe: La industria cultural busca nuevos escenarios. Parece que no hay arte ni cultura más allá de los productos comerciales.
Una y otra vez se trasmite que la única preocupación del mundo del arte y la cultura es el mantenimiento de su industria, y no la supervivencia de un ecosistema mucho más complejo que, además de mercancías, produce una vasta y profunda red de experiencias artísticas y creativas, conocimientos científicos y humanísticos, recursos simbólicos y un extenso campo sensible para la experimentación, la curiosidad y la imaginación. Además de bienes comunes, relaciones sociales, intercambio de saberes, costumbres populares, pautas de comportamiento y, sobre todo, herramientas de producción conceptual y tecnológicas para su transformación. No podemos olvidar que la cultura, además de ser lo que nos constituye, es un medio para abrir procesos sociales renovadores e instituyentes.
La cultura, como la vida, es un campo de batalla. No son lo mismo Esther Ferrer que Antonio López, ni tampoco Haroun Farocki que Steven Spilberg. Son las condiciones materiales de producción y la posibilidad de dejarte enajenar por ellas o rebelarte contra ellas las que determinan las expresiones artísticas. Las  imágenes, las palabras y las costumbres se blanden como armas y se disponen en diversos campos de conflicto; reconocerlas, analizarlas, criticarlas, esa sea tal vez una primera responsabilidad política para saber de que hablamos cuando hablamos de arte y cultura.
Precisamente, George Bataille, para esa “fabricación” de los valores colectivos, que denominamos, de forma genérica, justamente “cultura”, propuso la aplicación concreta de una “política cultural” que sólo puede llevarse a cabo si se “denuncia”, dice, el mismo equívoco de la cultura como una unidad abstracta e idealista. La cultura, dijo, debe ser inapropiable en cuanto no puede ser, en realidad, objeto de ninguna usurpación e instrumentalización particular. Tal sería la tarea de una cultura capaz de la astucia necesaria que consiste en escapar -aunque sea un momento- a cualquier tipo de apropiación, bien sea del Estado paternalista, de la industria y el mercado o de la identidad patrimonial.
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Escapar de esas dominaciones, Bataille le da el nombre de subversión, en su sentido literal, a saber: una inversión de los valores. Ni patriótica(patria), ni paternalista(padre), ni propietaria(patrón) y que lamentablemente además, en demasiadas ocasiones, se fundamenta en modelos de gestión cultural tutelares, autoritarios y burocráticos; aparatos de poder y “funcionamiento” que impiden la correcta mediación institucional democrática entre los administradores de los recursos públicos y la sociedad civil creativa; incapaces de aplicar de forma radical el principio de subsidiaridad que garantice la autonomía de los creadores. No hay nada peor para la libertad y el desarrollo de la creación que el Estado cultural burocratizado, controlador o al servicio de intereses particulares o partidistas.
Por tanto, si no hay recursos públicos suficientes, ¿de qué hablamos cuando exigimos que la cultura se financie con recursos públicos procedentes de los impuestos de tod+s?
¿Es lo mismo el modelo valenciano -con sus ciudades insostenibles de la luz y las artes, sus circuitos de carreras y sus políticas de destrucción patrimonial-, la Cidade de la Cultura de Santiago de Compostela o el modelo Guggenheim Bilbao -donde el 80% de visitantes son turistas- que otro en el que prevalezca el valor cotidiano de lo micro en un ecosistema sostenible, vinculado a los intereses cercanos de las personas?
¿Es lo mismo esa falsa retórica ambientalista –capitalismo verde- que tan solo promueve los cientos de rascacielos y construcciones monumentales – hipócritamente denominadas sostenibles- de los Iberdrola, Santander, BBVA o Caixa de turno, con sus centros de arte y cultura para promoción de sus propias marcas y productos financieros, que una política cultural ecológica que apueste por la permacultura, las redes ciudadanas, las pequeñas asociaciones, colectivos sociales y empresas culturales que dan sentido a la ciudad como organismo vivo?
¿Es lo mismo un urbanismo – también es cultura- que promueva la construcción de grandes centros comerciales y de ocio en la periferia de la ciudad, destruyendo el tejido sociocultural y empresarial de cercanía, que una política urbanística que apueste por ciudades de caminos cortos, donde se recuperen los pequeños comercios de alimentación ecológica y vestimenta sostenible, tiendas de manufactura creativa, librerías y otros muchos pequeños productores y proveedores de servicios? Un buen amigo librero, de los que quedan pocos, me comentaba que no era tan necesario que la administración subvencionara a la industria editorial, sino que se preocupara de fomentar, de verdad, la lectura desde la infancia y desarrollara las redes de bibliotecas que desgraciadamente, con el canon sobre la compra de libros, acaban de recibir otro ataque a su supervivencia.
¿Es lo mismo que las administraciones públicas inviertan sus recursos en grandes infraestructuras y eventos para el fomento casi exclusivo del deporte profesional que en el deporte escolar o la salud y el cuidado del cuerpo desde la infancia hasta la vejez?
¿No es mejor una política que permita la existencia de muchos lugares pequeños, públicos y privados, para una multiplicación de actividades para todas las edades, sostenidas en el tiempo, dedicadas a las artes vivas (música en directo, teatro, performance.. ) con entrada libre o accesible, que pocos eventos espectaculares en grandes espacios multitudinarios, por supuesto, mucho más caros?
¿Es lo mismo financiar, directa o indirectamente (servicios de atención, limpieza, policía, etc.), con recursos públicos macro espectáculos y conciertos monumentales de todo tipo en el enésimo festival de verano que apostar de forma radical por una formación musical y artística en las escuelas e institutos o apoyar laboratorios de música experimental o centros de investigación teatral o hacer una programación continua, diversificada y poli-céntrica para ir consolidando circuitos de salas que fidelicen púbicos?
¿Son lo mismo los medios de comunicación públicos que tan solo producen para competir con los privados (por cierto, con modelos bastante obsoletos), siguiendo los mismos criterios de calidad-consumo, que una buena red de comunicación y distribución abierta y creativa al servicio de los intereses sociales, capaz de generar productos de calidad y generar trabajo digno para los profesionales y pequeñas empresas del sector?
¿Es lo mismo invertir recursos públicos en ferias de arte o bienales desarraigadas del contexto local, que apoyar un coleccionista afectivo, profesional y patrimonial (sin mediaciones especulativas, economía sumergida, ni intereses espúreos) o financiar un plan profesional integral para l*s artistas (derechos y retribuciones reguladas, seguridad social, desempleo etc..) con apoyo de fábricas de creación y formación o centros de investigación contemporánea?
¿Son lo mismo los festival de cine para mayor gloria de las estrellas de las grandes productoras que invertir en escuelas de cine, talleres audiovisuales en casas de cultura (incluso micro festivales independientes) u otros tantos centros sociales autogestionados que tuvieran a su alcance una vasta programación independiente que es imposible disfrutar en los cines privados? En Tolosa, mi pueblo, por iniciativa del Ayuntamiento – promovido por el anterior gobierno del PNV (no hace falta ser de izquierdas para ser inteligente)- con un bono mensual de 13 euros se pueden ver otras tantas películas, con una amplia diversidad de calidad y para todas las edades.
¿Qué hay de los materiales documentales y obras de ficción para cine y televisión financiados con recursos públicos que han sido mercantilizados y, por tanto, privatizados para beneficio exclusivo de las grandes empresas audiovisuales? ¿Porqué no se ponen a disposición del dominio público los que, una vez rentabilizados económicamente, han sido retirados del mercado o no tienen derechos de distribución? ¿Por qué estos derechos siguen siendo exclusivos de los grandes distribuidores que imposibilitan la programación de miles de películas?
¿Es lo mismo el copyright exclusivo y restrictivo, la distribución prohibitiva y el monopolio de las agencias de gestión de derechos que las licencias libres que permiten un amplia gama de modelos de distribución (incluido el mismo copyright) de libre acceso en las condiciones expresas que ellas mismas indiquen (sin fines lucrativos, para uso educativo, etc..)?
¿Son lo mismo las universidades o museos públicos que privatizan y restringen sus saberes y el patrimonio común que una amplia red de instituciones públicas (bibliotecas, archivos, museos) dispuestas al fomento de tecnologías digitales y herramientas de producción y distribución que permiten el acceso al conocimiento generado o custodiado por ellas, con los mismos objetivos de siempre, pero con nuevas estrategias para la potenciación de comunidades de digitalización e intercambio de conocimiento?
¿Es lo mismo una cultura globalizada donde ciertas lenguas dominantes se imponen a través del mercado que otra internacional y cosmopolita, capaz de reconocer la pluralidad lingüística y especificidad cultural de los contextos sociales donde se producen los saberes concretos?
¿Es lo mismo un patrimonio nacional restrictivo e identitario que un archivo de acceso universal con custodia democrática local? Porque la cultura, claro está, se desarrolla en contextos concretos, pero no necesariamente en territorios nacionales; puede inscribirse en los cuerpos propios o impropios; en comunidades nombrables o no, cuya complejidad requiere otros herramientas epistemológicas para abordar sus problemas y soluciones.
¿Tú qué prefieres, se preguntaba recientemente el filósofo Javier Goma, pagar tus impuestos de forma abstracta para que el Estado lo aplique, por ejemplo, a asfaltar los baches de una carretera comarcal o donar un cuadro al Museo del Prado, con pública ceremonia de recepción incluida y placa conmemorativa que proclama al mundo tu generosidad? Porque, según el director de la Fundación March: “El llamado mecenazgo consiste en una deducción de la cuota del IRPF o del impuesto de sociedades aplicable a algunos donativos. En otras palabras, dinero que deja de ingresar la Hacienda pública para que el contribuyente le dé un destino más acorde a sus preferencias personales. He llegado a la conclusión -decía- de que, en un régimen democrático, en el que los ciudadanos consienten las leyes a través de sus representantes, el verdadero mecenas es el contribuyente anónimo que financia los servicios públicos que tanto nos dignifican, en tanto que el sedicente mecenas, ansioso de la desgravación, a veces sólo aspira a ser un contribuyente privilegiado”.
En definitiva cuando me hago todas estas preguntas y otras tantas que podríamos sumar (que podríamos decir del nuevo “chollo” que los banqueros van a encontrar en los créditos universitarios, de próxima implantación si nadie lo remedia) en cierto modo me cuestiono lo mismo que la filósofa Marina Garcés recientemente apuntaba en su texto ¿Están los estudiantes bien preparados?: “Una defensa [de la universidad] no tiene que consistir ni en su preservación ni en rendir cuentas acerca de su competitividad, sino en la apuesta radical por su carácter de institución pública al servicio de la cultura, entendida en un sentido fuerte, y de la igualdad social”.
Seguramente, tras esta lista de dudas alguien me podría contestar que las cosas no son blancas o negras y que el reto está en definir los  innumerables gris. Sin embargo, a pesar de ello y por encima de las contradicciones, vuelvo a preguntarme: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura? ¿a qué nos referimos cuando exigimos recursos públicos para financiarla, argumentando que es un bien social? Porque si la cultura es tan solo una industria, lo lógico sería que las ayudas que recibiese se canalizaran a través de los procedimientos que se aplican a las demás industrias y, por tanto, los recursos destinados a esos productos se encauzaran a través de los departamentos de industria, comercio o turismo de las administraciones correspondientes.
De este modo, el resto del ecosistema, que no está necesariamente obligado a generar mercancías, tendría más recursos públicos y, desde luego, podría estar exento de cualquier tipo de IVA o tendría uno mucho más bajo que el actual (la aplicación de un IVA muy alto supone una discriminación en beneficio del que más tiene -cultura para élites que no les cuesta tanto pagar algo más- y en perjuicio de las rentas más precarias que dejan de acceder a los bienes culturales). Y así saldríamos de esa trampa semántica -industria cultural-, incluso oxímoron (usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión), que nos quieren imponer como gran y única realidad sobre la que actuar.
No cabe duda de que alrededor de la cultura existe una industria, igual que en torno a la educación (libros de textos, materiales y mobiliario escolar, etc.) o la sanidad (en este sector no solo existe una industria, sino una gran maquinaria económica que, lamentablemente, obedece mucho más a los intereses privados de las empresas farmacéuticas que a los derechos sanitarios de las personas); bienvenida sea, pero no como monopolio, no como excusa para capitalizar y privatizar los escasos recursos públicos dedicados al arte y la cultura. A nadie que defienda el derecho a la sanidad, educación o cultura se le ocurriría pensar el sistema de salud o el de la educación o la cultura como si fueran tan solo “la industria” de la salud, de la educación o la cultura porque el ecosistema cultural, afortunadamente, es mucho más que su industria.

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