Sobre elecciones y 15M: Movimiento por la democracia, Podemos, PartidoX

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De un tiempo a esta parte, una pregunta nos ronda: ¿cuál podría ser la expresión electoral del 15M?
Sabemos de dónde venimos: de la crisis de legitimidad del régimen inaugurada por la eclosión del 15M. La oportunidad está abierta, y en esa apertura, hay casi la urgencia de ocupar el nuevo espacio. De no hacerlo, pensamos, algo pasará. Algo que quizás clausure el momento cercenando nuestras esperanzas.
Nuria Alabao @nu_alabao en Madrilonia

Hace poco en una charla, un famoso teórico político decía que el ciclo de luchas del 2011 había terminado y que había que buscar maneras de institucionalizar esas luchas. La gente se revolvía un poco inquieta en sus asientos. ¿Cerrado? Se nos ocurrían mil ejemplos de batallas vivas, de formas en las que ese ciclo había mutado —pensamos muchas—. Cerrado o no, sí intuimos un clima general de cambio de fase, una necesidad de intervenir en la esfera institucional. Las conversaciones se multiplican. Algunos lo llaman “techo de cristal”. Como las moscas, los movimientos nos golpeamos una y otra vez con la evidencia de que lo que cosemos por aquí nos lo descose el gobierno por allá a golpe de decreto-ley. La PAH es probablemente la organización mejor preparada para mantener pulsos prolongados con la injusta legalidad de manera más violenta y legítima. Pero, ¿hasta cuándo? Porque los cambios legislativos que proponen —tan necesarios— parece que seguirán enrocados en esta ficción de democracia que tenemos a no ser que la arranquemos de raíz y plantemos una nueva.
Cartismo
La Carta por la Democracia es una semilla, pura potencia para ese régimen que está por venir. Una declaración de su posibilidad. Una semilla que estaba en las plazas y que la Carta tan sólo recoge —decimos—. Una propuesta programática básica y una hoja de ruta para arrancar un proceso constituyente. Pero para que el nuevo régimen florezca —la verdadera democracia que estaba en el grito quincemayista— la Carta tiene que bregarse en muchos escenarios, también en las elecciones, asumida por cuantos más mejor. No creemos ya en el asalto al palacio de invierno, o creemos en su asalto por la aparentemente aburrida vía de las urnas.
Así ha sucedido en las “revoluciones” latinoamericanas: momentos destituyentes —el Caracazo de 1989, la guerra del agua boliviana y los presidentes que cayeron por protestas en la misma Bolivia o en Ecuador—. Momentos que fueron seguidos por procesos de acumulación del descontento y de creación de organizaciones, que a veces duraron años, para acabar desembocando en candidaturas electorales que enarbolaban banderas constituyentes. Pero hay que tener algo claro, sin esos momentos previos de acumulación de poder social, estas revoluciones a penas podrían haberse sostenido en el tiempo. Lo vemos ahora con el golpe de estado —por suerte, fallido— que está teniendo lugar en Venezuela. Además, las conquistas sociales de estos nuevos regímenes son indudablemente más débiles allá donde los movimientos están menos articulados y son menos capaces, por tanto, de imprimir cierta dirección a sus gobiernos. A mayor correa de transmisión entre la sociedad organizada y los gobiernos, más y mejor democracia.
Después de las revueltas del 2001 argentino, los resultados electorales —donde ganó por primera vez Néstor Kirchner— generaron cierta perplejidad. Estos contradecían, por así decirlo, el “que se vayan todos”, lema de las protestas. El sistema no se desplomaba por sí solo. El Colectivo Situaciones, trataba de despejar esta aparente contradicción, diciendo: la lógica de la revuelta —y de los movimientos— es distinta de la electoral. No tiene que leerse como un fracaso de la movilización, es “otra cosa”. Efectivamente, era otra cosa, pero tampoco hubo una candidatura de recambio de régimen capaz de auparse en las movilizaciones. Los movimientos abandonaron la escena electoral —que tiene otra lógica y por tanto es difícil de abordar— que fue ocupada por la opción menos mala, pero no la destituyente.
Por eso no hubo proceso constituyente en Argentina.
Después de sucedido el 15M, desde los movimientos nos preguntamos ¿cuál podría el partido de la desconfianza en los partidos? ¿Y cuál la posible representación de esa potencia social que desencadenó el 15M y sus nuevas instituciones como la PAH o las mareas? ¿Cómo se organizaría por tanto, la representación de esas clases medias educadas —mayoritariamente jóvenes— que había en las plazas y que han dejado de creer en la representación?
Lo cierto es que el 15M es irrepresentable.
“Nuestros” partidos
Al PartidoX se le critica que pone toda su energía en el método, tanta innovación hay en sus formas organizativas, que a veces es difícil entender su funcionamiento. Como experimento, no obstante, constituye la expresión electoral que mejor recoge el “espíritu del 15M”, si es que esto fuera posible. Aunque la democracia no es un método sino más bien, una pelea, hay que valorar esta capacidad de imaginación política y las herramientas que está inventando. Herramientas, para luchar mejor en el terreno electoral que son y serán socializadas y que constituirán sin duda, importantes armas para los siguientes experimentos electorales que se van a ir produciendo.
Sin embargo, si la cuestión es cómo generar instituciones que sepan escuchar, lo que le falta al PartidoX es una apuesta más clara por el reconocimiento de que hay sociedad organizada y que esta es imprescindible para hacer democracia. Lo que parece consecuencia probablemente, de una disyuntiva nada fácil de resolver: ¿un partido que quiera dirigirse a los que no están organizados puede hablar en la misma lengua que la de los movimientos? Pero ¿acaso no han cambiado los lenguajes de la movilización después de dejarse atravesar por el vendaval del 15M?
A Podemos, sin embargo, se le critica justamente lo contrario. Se dice que es poco quincemayista, demasiado izquierdista, que trata de traducir las soluciones latinoamericanas a nuestra realidad tan diferente. Se dice: “aquí no va a funcionar el populismo, el 15M es la expresión de la desconfianza en toda forma de representación y sobre todo de su vertiente más personalista”.
A veces parece que a estas nuevas candidaturas les estamos pidiendo que encarnen la democracia misma. Aunque nadie sabe muy bien cómo hacerlo y la experimentación es sin duda, imprescindible, quizás deberíamos preguntarnos si la misma forma-partido no es parte del problema. No es posible un partido que sea la democracia misma.
Lo que hay que pedirles a “nuestros” partidos son dos cosas. La primera, maximalista, pero imprescindible, es que asuman la necesidad de dotarnos de un nuevo sistema colectivo de toma de decisiones: la constituyente. La segunda, no que sean la democracia ellos mismos, pero sí que estén dispuestos —o quizás que se vean forzados— a generar esta escucha atenta de la calle. Los movimientos no tienen que estar en el gobierno ni ser “representados” en él. Simplemente en algún momento, estos partidos —como en Latinoamérica— van a tener que apoyarse en la fuerza de la calle para emprender cualquier reforma de calado que pretendan acomenter.
Pero para que estas reformas puedan ponerse en marcha hace falta ganar poder en las instituciones. Por más que rechacemos la representación, después de la irrupción de Podemos hemos tenido que reorganizar nuestros análisis y estrategias. Sí, rechazamos la representación, pero la figura mediática de Pablo ha conseguido más en unos meses, que lo que podríamos conseguir acumulando años de trabajo. Evidentemente la fragilidad de este proceso y los problemas que conlleva son evidentes. Pero todavía estamos en el viejo sistema representativo y no será tarea fácil cambiarlo. Es probable incluso que siempre haga falta algún tipo de representación.
Populismos
Recordemos a Laclau en su reivindicación del populismo: el significante vacío —el líder o determinados símbolos— es lo que permite la hegemonía electoral al posibilitar que distintas demandas sociales puedan verse representadas. Esta hegemonía es la que permite luego a los movimientos empujar sus demandas en las instituciones. O sea, constituye una primera respuesta a la disyuntiva: cómo hablar a los movimientos al tiempo que a los ciudadanos no organizados.
El mismo Partido X, el partido sin caras, ha tenido que impulsarse en figuras conocidas como Falciani, aunque combinando esto con una buena dosis de zapatismo 2.0: líderes que no manden, sino que obedezcan. Si se admite la apuesta populista, esta tiene que estar combinada con una propuesta de este tipo. Un líder que responda ante un mandato colectivo: mandar obedeciendo, apoyándose en movimiento, en la fuerza social de los ciudadanos organizados y no en los poderes financieros.
Hay muchas cosas por inventar, en ese camino nos vamos a tropezar mil veces. Tenemos que asumir que nos equivocamos porque estamos en movimiento. Y sí, también hay que discutir entre compañeros y aprender a lidiar con las críticas. Porque, algo que igualmente hemos aprendido de Latinoamérica es que en los momentos de confrontación muy fuerte con las oligarquías nacionales y los intereses financieros y transnacionales, la crítica interna se clausura. Los movimientos reciben el mandato de callar, la inventiva se agota con el cierre de filas. Las revoluciones se mueren en contextos de guerra y esa es la peor derrota, la autoinfligida.
Si algo nos ha enseñado el 15M —y han sido muchas cosas— es a colaborar. Y es tan necesario ahora como la crítica constructiva. Por eso hay que apoyar —críticamente— las propuestas electorales que se inspiran en las movilizaciones, y saludar cualquier propuesta de converger. Mientras, seguiremos movilizados también fuera de las instituciones, potenciando la autonomía de los movimientos y las organizaciones sociales, algo imprescindible para cualquier proceso de cambio institucional.

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