Orquestar las resistencias

La resistencia en el orden político pasa por crear nuevas formas de incidencia y de presencia política, de manera que ensanchemos y profundicemos el campo de acción política. El final de la democracia aliada del economicismo depredador ha de ser tránsito de otro modo de hacer política, donde la ciudadanía suba un peldaño más en sus posibilidades de decisión.
Por Luis Aranguren Gonzalo

Cuando comienzo a escribir este artículo salta por las ondas el dato de los 6.200.000 parados en España. Durante la cena, mis dos hijos -universitarios- me confiesan que ellos se irán del país a buscar trabajo. Me acordaba de la viñeta de El Roto, “hay que alentar a los jóvenes a salir del país, no sea que pretendan cambiarlo”. Definitivamente estamos entregando a las futuras generaciones un país no solo más empobrecido y fragmentado sino moralmente más hundido en su propia incapacidad para sobreponerse.

Mientras que unos y otros ponen fecha a la salida del túnel de la crisis, aumenta la brecha social y los niveles de desigualdad son los más altos de la Unión Europea. Al tiempo, las encuestas siguen dejando bajo mínimos el nivel de credibilidad de las instituciones políticas. Durante el año 2012 se ha realizado estadísticamente una protesta callejera cada ocho horas. El desencuentro entre la ciudadanía y la democracia representativa es tan significativo como casi irreversible.
Y al calor de tanto dato negro, el discurso dominante continúa siendo perverso, utilizando un lenguaje lamentable. Los ajustes y recortes son el nuevo nombre de la desposesión de derechos básicos, mientras que las políticas de austeridad en realidad encubren la matriz depredadora del sistema. Soportamos un discurso que trata de culpabilizar al médico, a la profesora, al basurero o al conductor del metro. Buscan vaciar nuestra inteligencia con alegatos estúpidos que no tienen credibilidad ni para quienes los emiten día tras día. Incluso hay una nueva educación emocional en marcha donde se nos anuncia con qué estado de ánimo amanecen cada día los mercados: hoy nerviosos, ayer tímidos, mañana quizá con miedo; al euro le asalta el mal de la turbulencia. Los mercados cobran rostro sentimental mientras que los más de seis millones de parados con los que nos desayunamos en estos días son apenas una cifra.
Al discurso dominante le acompaña un praxis que trata de dar paladas y paladas agujero abajo, para hundirnos más y más hacia un abismo aparentemente controlado, cuando ignoran que el caballo desbocado del capitalismo financiero solo funciona bajo el criterio de la voracidad sin límite. El sistema depredador necesita del terror difuso que despliega más policía que manifestantes por las calles, que gobierna sonriendo al FMI y a los grandes poderes financieros y que persigue la parálisis de la sociedad civil o que esta solo se distinga como gentil dama de la beneficencia en tiempos convulsos, para atender a los que van quedando en la cuneta. Y mientras, el poder político ya no tiene dónde esconder tanto dinero público robado.
Algunos analistas interpretan que se ha fracturado el vínculo histórico entre capitalismo, Estado del bienestar y democracia. Otros pronostican que esto va a explotar y el estallido social se encuentra a la vuelta de la esquina. ¿Cuánto sufrimiento más hay que infligir a tanta gente? Fernando Vidal explica que cuando un país ha sufrido mucho, cada dolor adicional es más intolerable y tiende a hacerse más insignificante; es decir, perdemos progresivamente la escala del dolor. Ciertamente, tras la  crisis no habrá un regreso a un tiempo pasado; pero ello no exime nuestra responsabilidad de buscar nuevos caminos desde la defensa de los derechos que han sido quebrantados.  Por mi parte entiendo urge la tarea de encontrar renovados vínculos personales y sociales, y eso pasa por organizar espacios de resistencia frente a la desertización forzada de una ciudadanía extraviada.
Esta resistencia ética pasa por colocar en el centro de la vida social y política a la persona, para que cada cual pueda desarrollar su proyecto de vida y para que esta sociedad no permita que nadie sea expulsado de ella. Desde ahí las formas de apoyo mutuo no han de perder el norte del rostro del prójimo herido, mientras que la política debe priorizar el desarrollo de las personas y de las comunidades, y en esa prioridad se apunta al lugar al que debe subordinarse la economía. Apuntamos, pues a espacios de resistencia activa que reclaman cuestiones tan obvias como que los fines son fines y los medios, tan solo medios. Orquestar estas resistencias es una de las maneras en las que podemos formar parte del gran movimiento global que ha de acompañar a la humanidad a una nueva etapa presidida por la humanización de sus fundamentos, vínculos y estructuras.
1. La persona: entre la individualidad y la sociabilidad.
Ciertamente la propaganda neoliberal tiende a fragilizar la trama colectiva individualizando tanto los problemas como las soluciones. El individuo tomado como burbuja autorreplegada en sí misma y que en lugar de brazos para abrazar muestra púas para defenderse de todo y de todos, es funcional al sistema. El personalismo comunitario nos enseñó a armonizar la individualidad con la sociabilidad de cada persona, de modo que al movimiento de concentración y de dominio de sí le acompaña el movimiento de expansión y de entrega. Jean Lacroix describió que “la persona es persona en la medida en que es consciente de la orquestación universal en la que se inserta su papel individual”[1]. De ese modo cada cual elabora de modo consciente su propia historia personal y junto con los demás seres humanos participa de ese viaje colectivo que es la historia compartida. Ambas historias se solapan y traban en la experiencia de construcción consciente, una construcción que se torna en resistencia ante el depredador de guante blanco que aniquila voluntades; así, la resistencia ayuda a emerger a la persona toda, que se encuentra por encima de lo individual y de lo social, aunque solo mediante ambas dimensiones se realiza.
De nuevo conviene recordar que la auténtica revolución ha de ser indisolublemente individual, de cada cual, y comunitaria, de la sociedad civil organizada,  y sólo fracasa, como intuyera Lacroix, en la medida en que se sacrifica uno de los dos términos al otro. La resistencia, entonces, es una armónica orquestación de la dialéctica que organiza nuestro yo individual y que expande nuestro deseo de donación hacia los demás.
En estos momentos históricos esta armonización incide especialmente en algunas características:
  • Confianza básica. La confianza en el fondo está siendo moneda de cambio para justificar los males de nuestra economía. No confían los mercados, ni los inversores. La confianza se convierte en un karma que nos hunde progresivamente en un “nadie se fía de nadie”. Y precisamente si algo debemos recuperar en este momento es la confianza básica de cada cual en sí mismo.  La experiencia de la confianza básica da forma al vínculo esencial de cada persona consigo mismo, con la realidad que pisa y habita, y eso le permite orientarse con firmeza hacia los demás. Esa experiencia es el núcleo de la esperanza y de algún modo alimenta el coraje de existir, del que hablaba Tillich.
  • Búsqueda de sentido. Como en otras épocas el ser humano se sigue haciendo las mismas preguntas, le acucian los mismos temores sobre la vida y la muerte, las mismas angustias ante un futuro incierto. En el agujero de la crisis bien está horadar hasta llegar a aquellas fuentes de sentido que nos ayuden a vivir la vida y no solo a estar vivos. Transitar por tanto sinsentido en la esfera económica y política ha de habilitar nuevos accesos a un sentido de vida personal mejor orientado. La pregunta no es qué sentido tiene la crisis para mí sino qué sentido  le sigo dando a mi vida en medio de esta crisis, hacia dónde la dirijo, con qué convicciones la conduzco.
  • Autoestima. Cuando la culpabilidad se convierte en  ideología que justifica el desorden establecido; cuando de este modo se crean dudas en las personas; cuando se incide de lleno en el ánimo, especialmente de aquellos que ya están sufriendo de lleno el desempleo, el éxodo y la precariedad, entonces conviene sumergirse en el pequeño tesoro de cada cual, allí donde la autoestima emerge y se reivindica como el necesario amor hacia uno mismo, un amor que, lejos del egoísmo narcisista, identifica, valora y activa de modo pleno las propias capacidades.
  • Optimización de recursos. Sin desperdiciar tanto recurso de carácter instrumental, que pareciera que fueran los únicos existentes, conviene activar aquellos recursos que nos permiten crecer desde nuestro propio quicio personal, ahí donde -aunque nos vapuleen- conseguimos mantenernos firmes. Son recursos que tiene que ver con el alimento del pensamiento y la capacidad crítica. Igualmente se nutren de las propias convicciones y valores que nos completan como personas y a los que aspiramos día a día.
  • Coraje ante la propia vida que nos queda por hacer. El coraje se sustenta en la creencia en uno mismo, por encima de otras consideraciones, especialmente las ajenas, las que etiquetan, las que encasillan. Es tiempo de coraje para que la queja se torne en propuesta y no nos instalemos en la rabia indefinida.
  • Autonomía. De este túnel saldremos de la mano unos con otros pero no de la mano del líder de turno. La autonomía personal es la garantía de que finalmente cada persona se hará responsable de su vida, sin dependencias, sin sumisiones indebidas. Conducir la propia vida tiene que ver con tomar las decisiones que tocan como persona. Es hora de protagonizar, ser autores y no solo espectadores de los encubrimientos ideológicos y las deformaciones de la realidad que nos ofrecen los medios de comunicación social. Salir de esa trampa ideológica solo se hace desde el cultivo de una autonomía responsable.
 2. El apoyo mutuo: entre lo sectorial y lo cosmopolita.
Uno de los máximos contenedores de la  explosión social que aún no ha estallado tiene que ver con la solidaridad primaria de buena parte de este pueblo. Especialmente las familias están haciendo de soporte básico a tantas personas, a tantos hijos y nietos, a tantos allegados que ya no tiene a quién recurrir. La red solidaria más próxima está ahí y funciona, pero de tanto estirar está a punto de romperse. Las familias no pueden convertirse en la estructura subsidiaria por excelencia de unas políticas sociales públicas que están desapareciendo progresivamente. El capital social de buena parte de la población es una fortaleza que hay que realimentar y felicitar constantemente, pero no es la solución. Y probablemente, ante la fecha de caducidad segura de esta ayuda inmediata familiar, lo peor de la crisis en términos sociales está aún por llegar.
En todo caso ese capital social ha de adentrarse en todos los poros de  la sociedad civil para que ésta emerja y se desarrolle a la altura del momento histórico que vivimos. Solo una sociedad civil que muestre signos de coraje cívico podrá contrarrestar el formidable poder arbitrario de las administraciones públicas y de los dictámenes económicos. José Luis Sampedro nos recordaba que las personas tenemos del deber de vivir la vida; los deberes básicos nos remiten a una cierta deuda social que cada persona contrae por el mero hecho de ser persona y de llegar a término solo en sociedad. Desde  ahí oteamos un nosotros que nos constituye, y apreciamos un vínculo que transforma la comunidad humana en comunidad moral.
Contamos con algunos ejemplos donde nuevas formas de apoyo mutuo y de creación de lazos solidarios se están afianzando durante estos últimos meses. Tras el 15M se han multiplicado las formas organizadas y espontaneas de apoyo mutuo entre nosotros. Especialmente a través de la red (el ejemplo más conocido  es www.change.org) se crean  improvisadas plataformas de solidaridad, desde el apoyo a un médico para que sea readmitido tras ser expulsado por una discapacidad física a la solicitud de viviendas sociales o la exigencia de que no se cierre un centro de salud.
Por otra parte, conocemos los numerosos movimientos que en torno a los recortes y privatizaciones en los ámbitos de la sanidad, la educación, fundamentalmente, han tomado las calles y han alzado su voz. Entre ellos especialmente destaco al colectivo “Jóvenes sin futuro”, y su lema “no nos vamos, nos echan” y a la Plataforma Antidesahucio.
Ciertamente no es momento para los movimientos de largo recorrido y de reivindicaciones planetarias. Actualmente, el apoyo mutuo aparece con el derecho vulnerado, con la casa expropiada, con la petición de ayuda social cuando ya no se puede pagar la calefacción o el agua. Datos y casos concretos, de carne y hueso. Probablemente se trata de plataformas de duración efímera, con los días contados, lo cual no enturbia ni el valor ni el sentido de las mismas. Son formas de apoyo mutuo que en muchos casos han demostrado que la realidad concreta a veces es modificable, que se pueden cambiar ciertas cosas que tiene que ver con el entorno cercano, lejos de la justica social para todos. Otra característica que importa destacar es que nos encontramos ante personas sin afiliación conocida que se agrupa. Es la militancia de la gente corriente, indignada, sufridora de derechos vulnerados, que abre el abanico de la participación más allá de la vanguardia omnisciente de otras épocas.
Una nota común de estas mediaciones solidarias es su fragmentación. Por eso urge que pasemos de las plataformas sectoriales a los movimientos cosmopolitas, donde se puedan mantener y orquestar las reivindicaciones particulares con las denuncias globales de fondo, que se encuentran tras cada uno de los tentáculos de la crisis. Si el vínculo social catapulta responsabilidades morales para defender lo nuestro (como médicos, como profesores, como extranjeros, como jóvenes o como jubilados), es preciso saltar del vínculo social a la obligación moral de tratar de universalizar lo que queremos para los nuestros que igualmente o sea para el conjunto de la sociedad. El nosotros que se nos impone como sociedad civil tiene escasas diferencias por sectores sociales. La causa es común y los diferentes movimientos y plataformas, legítimamente constituidos, han de saber acompasar las diferentes mareas y apuntar a un horizonte compartido.
Por eso mismo es necesario buscar espacios comunes, más allá de los espacios públicos. Compartimos el aire, los valores emancipadores heredados, la cultura recibida, y del mismo modo somos creadores de espacios comunes que tienen  que ver con iniciativas, propuestas y alternativas que nos deben conducir a un desarrollo humano y justo. La noción deprocomún, esto es, la consideración de bienes que nos son comunes, debe apuntalar la necesaria recreación de la solidaridad en este tiempo. El llamado procomún es aquello que nos conduce a fomentar una cultura y una práctica precisamente de  lo común que a todos nos pertenece, y no somos sus propietarios, que es cosa bien distinta[2]. Entiendo que el componente cosmopolita que necesitan nuestras plataformas de apoyo mutuo ha de alimentarse, entre otras, de las prácticas históricas comunales y de la conciencia de las creaciones sociales compartidas constituyen caminos por donde se ha de nombrar la solidaridad hoy.
 3. La política: entre la incidencia particular y las interdependencias.
Sin duda, la solidaridad y el apoyo mutuo se encuentran políticamente mediatizados. Más en los actuales momentos. Esto quiere decir que la misma inercia solidaria ha de buscar puntos de apoyo en un momento donde el populismo y el vacío de poder pueden hacerse con el poder político. En plena caída en picado de la democracia representativa hemos de vislumbrar un nuevo contrato social que nos incumba a todos. Por otra parte, los movimientos de apoyo mutuo han de trabajar por frenar la voracidad del capitalismo financiero. El mercado ha tratado de expulsar al Estado  del campo de juego y la realidad social ha caído en manos de poderes exclusivamente financieros. En palabras de Ramonet hay que volver al sentido común, “a un keynesianismo razonable: tanto Estado como sea necesario y tanto mercado como sea indispensable”[3] .
Este sentido común, a mi entender, pasa por la coordinación de las interdependencias que organizan la cosa pública, porque las vías únicas se han agotado, porque un nuevo tiempo nos dice que las viejas formas de organizarnos ya no nos valen.  Y este esfuerzo creativo supone pacto, reconocimiento y reciprocidad. De esa manera, elevaremos el listón de la participación ciudadana a una categoría política que está por estrenar.
La resistencia en el orden político pasa por crear nuevas formas de incidencia y de presencia política, de manera que ensanchemos y profundicemos el campo de acción política. El final de la democracia aliada del economicismo depredador ha de ser tránsito de otro modo de hacer política, donde la ciudadanía suba un peldaño más en sus posibilidades de decisión.
Luis Aranguren Gonzalo es miembro del Instituto Emmanuel Mounier España
El presente artículo fue publicado originalmente en el número 107 de la Revista Acontecimiento del Instituto Emmanuel Mounier

[1] LACROIX, J., El sentido del diálogo, Fontanella, Barcelona, 1964, 71.
[2] Recomiendo vivamente el estudio y debate del nº 165  (2013) de DOCUMENTACION SOCIAL, Los bienes comunes: cultura y práctica de lo común. Especialmente lúcido resulta el artículo de ZUBERO, I., De los “comunales” a los “commons”: la peripecia teórica de una práctica ancestral cargada de futuro”, 15- 48.
[3] El País, 22/04/2013.

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