Matar al capitalista que llevamos dentro

José Antonio Pérez – ATTAC Madrid
El imparable avance de las políticas dictadas por el neoliberalismo se traduce en un sistemático derribo de las instituciones de protección social. Pero la sociedad no podrá emprender una rebelión en toda regla contra estas agresiones mientras la mayoría de los individuos que la componen no arranquen de sí mismos ese afán por la competitividad y el lucro que los ideológos neoliberales han sabido inocular en el alma de las personas. Se trata, en definitiva, de matar al capitalista que llevamos dentro.

No veáis en estas palabras un discurso moralista. Me tengo más bien por materialista, en la línea de Demócrito y Epicuro, y por tanto y en lo esencial, también con la de Karl de las luengas barbas. Si enriquecerse fuera algo factible, y estuviese al alcance de todo el mundo, aunque epicúreamente yo lo tuviera por una solemne pérdida de tiempo vital, no criticaría el auri sacra fames (es mi blog y me pongo pedante cuando me peta). Pero hace años que aprendí que el capitalismo es un juego de suma cero. Esto es, lo que gana uno lo pierde otro. De manera que sólo por la fuerza es posible mantener abierto el casino. Sin embargo, como la fiebre del ladrillo español ha demostrado, de ilusión también se vive… aunque sólo el tiempo en que tarda en caerse el castillo de naipes. Un tiempo inferior a la vida media de cualquier persona.

Los ideológos neoliberales han sabido inocular en el alma de las personas ciertas pasiones que no responden a fundamentos materiales, de los cuales os pondré un ejemplo. En los más de sesenta años que llevo respirando sobre este planeta siempre he habitado en viviendas ubicadas en edificios sin ascensor. Lo cual tiene sus ventajas: ayuda a mantener la forma física y la salubridad cardíaca; y sus desventajas: en caso de incapacidad física congénita o sobrevenida, las escaleras suponen una barrera arquitectónica. Hace un año, la comunidad de vecinos del edificio en el que actualmente vivo, decidió instalar un ascensor en la finca.

Tras instalarse nuestro flamante elevador de cuerpos, que no de espíritus, coincidí en el mismo con una vecina que me hizo partícipe de su entusiasmo ante la novedad tecnológica: “es que ahora nuestras viviendas se han revalorizado mucho y nos darían más dinero por ellas si las quisiéramos vender”. Yo no tengo gran interés en poner la mía en venta, ya que de hacerlo me encontraría con el problema de tener que comprar otra. Y más vale lo malo conocido. Pero me quedé altamente sorprendido por el análisis ascensional de esta señora, que apreciaba más la teórica revalorización de la finca con el nuevo artefacto mecánico que la mayor calidad de vida que éste aporta directamente aliviando el esfuerzo de subir equipajes pesados o la bolsa de la compra diaria. Sobre todo, cuando el inexorable paso de los años haga flaquear el vigor de nuestras piernas.

Esta distorsión de la realidad la expresó certeramente el poeta Antonio Machado en su celebérrimo dictum: “es de necios confundir valor y precio”. Algunos, a título individual, tal vez podamos escapar de la opresión del Establecimiento, como el partisano de Leonard Cohen (I was cautioned to surrender / this I could not do/ I took my gun and vanished). Pero la sociedad no podrá emprender una rebelión en toda regla contra estas agresiones mientras la mayoría de los individuos que la componen no arranquen de sí mismos ese afán por la competitividad y el lucro que los ideólogos neoliberales han sabido inocular en el alma de las personas. Se trata, en definitiva, de matar al capitalista que cada uno de nosotros lleva dentro.

No digo que nazcamos con esa impronta congénita, pero sí somos educados en los valores del capital. Aceptamos forzosamente las leyes del capitalismo, ya que son las aplicadas por el Establecimiento formado por la conjunción de los intereses de las élites que monopolizan los recursos del Estado y del Mercado. Pero ¿por qué si tenemos cuatro duros nos metemos a inversionistas? Sin reparar en que, tarde o temprano acabaremos perdiendo en este juego de suma cero.

Un juego al que se prestaron los particulares que compraron casas para venderlas sin escriturar cuando su precio había subido un 20%. Fue una histeria colectiva alimentada por el sector financiero que concedía créditos baratos sobre viviendas sobrevaloradas. Pero cuando la burbuja pinchó, la banca siempre gana, y expropia a los hipotecados que no pueden pagar, subasta los pisos por un precio más bajo y los deudores quedan en la impresentable situación de quedarse sin casa y seguir debiendo al banco la diferencia entre el precio de subasta y el de la hipoteca.


Otro ejemplo nítido lo proporciona el papel de los sindicatos en los fondos de pensiones. Se podría entender que hubiera un Fondo Nacional de Pensiones en cuya gestión participaran los sindicatos entre otras instituciones. Pero Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores llevan años pactando, en empresas y en el sector público, fondos privados de pensiones gestionados por los bancos. Entre ellos, el BBVA, que es el que subvenciona a Barea y resto de inoculadores de ideología neoliberal sus apocalípticas previsiones sobre el colapso del sistema público de pensiones.

Invertir en fondos de pensiones no sólo está demostrando no ser un buen negocio en términos de rentabilidad y seguridad de la inversión. Tampoco desde un punto de vista social parece aportar grandes ventajas.

Cuando las empresas necesitan capital para ampliar sus horizontes productivos acuden a los bancos y al mercado de valores para obtener ese capital. Pero la extendida idea de que la inversión privada se traduce finalmente en la creación de empleo no siempre resulta ser cierta. Las principales inversiones que realizan las empresas se destinan a la adquisición de bienes de equipo que, por su propia naturaleza, resultan antagónicos al empleo humano. Resulta irónico que los trabajadores, con su esfuerzo ahorrador invertido en Bolsa, sean sin saberlo quienes financian las inversiones en capital que, poco tiempo después, permitirán que las empresas para las que trabajan lleven a cabo una reducción de plantilla.

El vergonzoso Pacto para la Precarización de las Pensiones Públicas (PPPP) firmado entre sindicatos y Gobierno es el último (last but not the least) episodio del proceso de instauración en España del Estado del Malestar. Se ha querido explicar como una imposición de los mercados que financian nuestra deuda pública y privada. Pues bien, una considerable porción de esos mercados corresponde a los fondos de inversión de pensiones privadas. Con lo que se produce la perversa paradoja de que fondos de pensiones alimentados con dinero de trabajadores de otros países presionan para que se precaricen las pensiones públicas españolas.

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